En estas latitudes de medianías, en Valsequillo, hablar del perro maldito forma parte del lenguaje popular. Desde aquel tiempo en que, al Miguelito venerado, se le cruzara en el camino de su santidad, se encumbró como defensor frente al mal y guardián perpetuo de la condición cristiana. Siempre atento a las escaramuzas del enemigo, San Miguel se levanta en la leyenda como figura de continuidad: nacimiento y muerte en un rito de resurrección permanente y de guardia.
San
Miguel no busca otra cosa que alejar las tentaciones y acercar la armonía. Para
ello, con su lanza ejerce el recuerdo vivo de un legado de discordias,
aguijones y resistencias que nunca cesan.
Cuando
llegan sus fiestas, el relevo cultural de sus hijos toma la lanza simbólica y
escenifica, con acierto, la lucha mitológica. Colectivos del pueblo, jóvenes y
creativos, ofrecen una exhibición de arte escénico donde la devoción se funde
con la identidad.
Guion,
coordinación, vestuarios, talleres artesanales, maquillaje, decoración,
iluminación, sonido… todo un despliegue técnico y artístico que, año tras año,
mejora cada edición. Así, el pueblo no solo honra a su patrono, sino que revive
la leyenda en carne y gesto, renovando la victoria de San Miguel en el carrusel
festivo de su memoria.
Este año fue el tiempo quien marcó la escena y el contenido. Un tiempo que se empeña en manipular y apagar, despojando de recursos la comunicación, las relaciones y hasta la esencia misma de la fiesta. Y, sin embargo, la actividad sigue naciendo de la iniciativa altruista de la juventud de Valsequillo, de su inagotable capacidad de superación y encuentro.