Y el cielo rural se llenó de pitones amarillos, y mil abejas pulularon sobre sus ramas verdes, que colgaban como faroles encendidos en los días de verano. La imagen que tiñe andurriales y barrancos, es un frenesí de polen sin igual; un festín para las abejas, que ve recuperación laboral en los extras después de la primavera, el rito anual de agasajar al sol, la vida en la tierra canaria.
Ahora
los campos son libres de acción y albedrío, la nula actividad sobre las pitas,
han hecho reverdecer los bosques de pitones, tras la muerte de la pitera, los
nuevos semilleros de pitas jóvenes, complacen la voluntad de su anarquía
procreadora, y se reproducen año tras año, como una plaga de color que mantiene
los mástiles erguidos de pitones enramando el cielo de las laderas
Ante
el desuso de sus cualidades culinarias para los animales domésticos, de hebras
de hilo para la artesanía, los menjunjes sanitarios de propiedades curativas. Ya
nadie coge las pitas, las desnuca con las piteras de hierro, aquel trabajo artesano,
que consistía en arrancarlas desde la base desnucando su tronco y pelando las
pencas, para hacerlas comestibles picándolas troceadas como melones, al ganado
vacuno. Era una fuente de alimentación constante, que dejó de usarse en
detrimento de la naturaleza invasora.
De
niños, nos enviaban a localizar los pocos pitones que crecían libres, ya que
estaban controlados sus lugares, para usar los palos, rectos de sus troncos,
como vigas para techos de chozas, como marcos de madera para las puertas de los
alpendes, -estos, después de secarse se mantenían tiesos, aguantando muchos
embates del tiempo-, no eran fáciles de destruir, incluso ocuparon nuestras primeras
porterías para los campos de futbol del barrio.
Hoy
los pueblos y barrios de medianías sureñas, sobre todo en los núcleos rurales
donde hubo explotaciones ganaderas, las pitas se han propagado invadiendo todos
los espacios antes controlados por el factor humano de su cultivo y explotación.
Podemos encontrar núcleos como las riveras de los barrancos de valsequillo, Los
mocanes, zona de las chozas, San Roque, Los lomitos, helechal, el Moreno,
Montañón o abejera alta, donde su desplaye visual es de auténtica exhibición de
bosque de pitones amarillos.
Una
belleza que enaltece los veranos isleños y nos recuerdan nuestro pasado agrícola
y ganadero, donde la alimentación de las reses, iba más allá de pastos y las
pitas eran una golosina complementaria, sin olvidarnos de la naturaleza
invasora de su ocupación, al crecer el pitón, muere la pita y deja hijos que continúan
el ciclo, como las plataneras. Con la diferencia que la primera apenas necesita
agua para su reproducción.
Hoy
queda desierto el acto del control de la naturaleza reproductora e invasora y
tanto, las tuneras, como pitas suelen ejercer esa naturaleza desbocada en una
tierra tan madre como nuestras islas, acariciadas de sol y alisio todo el año.
Y con el cartel de no tocar, por su excelente belleza y surtida variedad
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