Entonces
paso unos días sintiendo el cosquilleo del frescor, esa caricia agradable que
te convierte en víctima de la temperatura y héroe de tu termostato. Un reto de
aguante se va apoderando de tu energía, y los mecanismos corporales de la
defensa y el resguardo se ponen en marcha para liberar la química del bastión,
siendo estas reacciones físicas una oleada de consultas internas imperceptibles
que actualizan y actúan a tu voluntad con conciencia materna de protección.
Vivir
en Valsequillo y medianías sacude esta gracia de contemplar los cambios de
traje de la naturaleza. Se abren los armarios y se mira a la montaña buscando
presagios; el despertar del nuevo día de soles anaranjados que, dependiendo de
la carga de polvo de desierto en el espacio, se convierten en las auroras
boreales del paraíso de las islas. A veces, caminando en la tarde, te quedas
embobado mirando el espectáculo de la bóveda y las despedidas del astro rey.
Tiempos
de dichas y castañas acuden en los últimos ocres de la acuarela. En la paleta,
ahora le toca al verde y sus tonalidades; la legión para el cambio de piel es
tan brutal que, día a día, se revela con asombro ante nuestro escudriño.
Milagrosamente, como la serpiente, se cambia de piel en una metamorfosis
apresurada. Es fácil adivinar el contertulio de los árboles con los animales,
la fascinación por el cambio necesario y revival, toda esa armonía que
compagina seducción y antojo, ciclo y rotación, renovarse o morir.
Así
nos sacuden los episodios de la vida en estas latitudes: entre bancales y
almendreros en gestación, entre trebolinas que despiertan y caracoles que se
arrastran buscando oportunidades. Un rito ancestral que domina la naturaleza
divina del espectáculo, que sufraga las tesis de la memoria para recomponer los
ciclos de la existencia, con las pequeñas variantes llamadas “aquellos tiempos”
o “estos tiempos que corren”. Cuántos paralelismos y circunstancias se
atribuyen para definir los conceptos: la sabiduría de la observación con la
variable de arrastrar el peso del conocimiento y la madurez de la experiencia.
Sigue
despertando en nuestra percepción la magia de los cambios, ese bien necesario
para languidecer el pensamiento y el análisis, adormeciendo la asombrosa
respuesta de los comportamientos —esa madurez transigible del espíritu para
evocar sueños— que repercuten en la serenidad de afrontar nuevos retos de
supervivencia. Todo comienza con unas oportunas gotas de agua que se convierten
en rocío y engendran el milagro de la vida, tan sencillo y milagroso este
tesoro.

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