martes, 18 de noviembre de 2025

EL OTOÑO DEL PATRIARCA


Fue aquel otoño del patriarca el que estremeció la novela, para relatar la lenta agonía y la muerte de un dictador latinoamericano ficticio, absoluto y solitario en el vértigo del poder. Esta obra magistral de García Márquez nos recuerda que el tiempo y la soledad se cierran como un cerco de enrocamiento; que esos cien años de soledad que nos persiguen también aturden y anuncian, del mismo modo que la vida solo alcanza plenitud cuando se asoma, inevitable, a la muerte.

La historia humana está sembrada de otoños y patriarcados, y a sus lecciones debemos volver para no deslizarme en ese pasotismo social que corroe los valores hasta dejarlos huecos. En esta suerte incierta que llamamos democracia, la agenda de las verdades se disfraza entre tolerancias ambiguas, tan sofisticadas en su maquinaria que terminan invitando a los patéticos a precipitarse en las trampas que ellos mismos han tejido.

Hoy añadimos a la cronología de los hechos esta retransmisión soterrada de pasillos: voces que siseaban, manos que limpiaban cajones, mentes que deshacían complots, y conciencias que, a ratos, se golpeaban el pecho bajo el peso tardío de la culpa.

No se mueve un pajume; esta quietud sensata es la antesala de la tormenta que vendrá a barrer el primer enjuague del cambio. Muchos se preguntan: “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”, para acto seguido resignarse: “Hasta aquí hemos llegado”. Poco queda por analizar de este ciclón que ha girado entre hechos, sospechas y falsedades. Y, aun así, el cambio de ciclo —tan urgente, tan aplazado— parecía esperar la señal de un otoño definitivo.

¿Qué ha significado para las estadísticas del pueblo este cúmulo de virtudes atropelladas bajo las siglas de la intención? Entre la elaboración de las promesas y el servilismo de los actos solo ha sobrevivido la tolerancia a los estragos: primero la invitación a participar, luego la mirada crítica, después la tolerancia sin crispación. Los siguientes pasos se hundieron en la duda entre “si no puedes con ellos, únete a ellos” o la verdad desnuda: quien no cambia, desaparece en su propio hechizo. Al final, lo único firme ha sido la certeza del ciclón: no todo vale.

No faltarán el regodeo ni las pataletas, como en los infantes cuando se les cae la muralla del proteccionismo y descubren, a la intemperie, la responsabilidad. Pero ya es tiempo de sacudir las sábanas del palacio y correr las cortinas de la luz, de abrir las ventanas al oxígeno: este nuevo ciclo exige una higiene social largamente postergada.

La sociedad avanza según la fuerza de quienes la impulsan, según los valores que custodia y la tolerancia que es capaz de ejercer. La mayoría aspira al bien de los suyos, y en ello encuentra su propósito; pero en la esfera pública se debe invocar el criterio y el valor que sostienen a la comunidad entera. Tal desenlace, necesariamente, es la garantía última de nuestra supervivencia. Los instrumentos para liberar enrocamientos siguen siendo los mismos: la sabiduría de lo legal, la firmeza de lo democrático.

Nadie halla júbilo en el mal ajeno: celebramos el bien común. Y es ahí donde los cambios, para ser legítimos, deben ser guiados por mayorías críticas y asentados en el pulso sereno de la legalidad democrática.

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