La
historia humana está sembrada de otoños y patriarcados, y a sus lecciones
debemos volver para no deslizarme en ese pasotismo social que corroe los
valores hasta dejarlos huecos. En esta suerte incierta que llamamos democracia,
la agenda de las verdades se disfraza entre tolerancias ambiguas, tan
sofisticadas en su maquinaria que terminan invitando a los patéticos a
precipitarse en las trampas que ellos mismos han tejido.
Hoy
añadimos a la cronología de los hechos esta retransmisión soterrada de
pasillos: voces que siseaban, manos que limpiaban cajones, mentes que deshacían
complots, y conciencias que, a ratos, se golpeaban el pecho bajo el peso tardío
de la culpa.
No se mueve un pajume; esta quietud sensata es la antesala de la tormenta que vendrá a barrer el primer enjuague del cambio. Muchos se preguntan: “¿Cómo hemos llegado hasta aquí?”, para acto seguido resignarse: “Hasta aquí hemos llegado”. Poco queda por analizar de este ciclón que ha girado entre hechos, sospechas y falsedades. Y, aun así, el cambio de ciclo —tan urgente, tan aplazado— parecía esperar la señal de un otoño definitivo.
¿Qué
ha significado para las estadísticas del pueblo este cúmulo de virtudes
atropelladas bajo las siglas de la intención? Entre la elaboración de las
promesas y el servilismo de los actos solo ha sobrevivido la tolerancia a los
estragos: primero la invitación a participar, luego la mirada crítica, después
la tolerancia sin crispación. Los siguientes pasos se hundieron en la duda
entre “si no puedes con ellos, únete a ellos” o la verdad desnuda: quien no
cambia, desaparece en su propio hechizo. Al final, lo único firme ha sido la
certeza del ciclón: no todo vale.
No
faltarán el regodeo ni las pataletas, como en los infantes cuando se les cae la
muralla del proteccionismo y descubren, a la intemperie, la responsabilidad.
Pero ya es tiempo de sacudir las sábanas del palacio y correr las cortinas de
la luz, de abrir las ventanas al oxígeno: este nuevo ciclo exige una higiene
social largamente postergada.
La
sociedad avanza según la fuerza de quienes la impulsan, según los valores que
custodia y la tolerancia que es capaz de ejercer. La mayoría aspira al bien de
los suyos, y en ello encuentra su propósito; pero en la esfera pública se debe
invocar el criterio y el valor que sostienen a la comunidad entera. Tal
desenlace, necesariamente, es la garantía última de nuestra supervivencia. Los
instrumentos para liberar enrocamientos siguen siendo los mismos: la sabiduría
de lo legal, la firmeza de lo democrático.
Nadie
halla júbilo en el mal ajeno: celebramos el bien común. Y es ahí donde los
cambios, para ser legítimos, deben ser guiados por mayorías críticas y
asentados en el pulso sereno de la legalidad democrática.

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