El patio lleva una semana enchumbado, borracho de agua caída del cielo, que le ha cambiado el color piedra por un tono plomizo. Debo hacer un ejercicio de memoria para buscar referencias en el pasado —uno se pasa la vida midiendo, comparando y evaluando—. Tiene mucho que ver con la adivinanza de enmarcar las nuevas referencias del tiempo, por si en el contraste recuperamos las viejas sintonías invernales y frotamos nuestras manos, regocijándonos en la buena nueva. Frotar las manos es el equivalente al aplauso del agradecimiento.
Valsequillo
de Gran Canaria es ahora, al igual que toda la isla redonda, una exuberancia de
verde que duele a la mirada. Un verde olvidado que acentúa su tonalidad con
cada minuto de luz y agua que recibe. Una explosión natural de dimensión
nostálgica que nos recuerda la bondad de las estaciones y el milagro de una
tierra agradecida.
El
lamento ahora es el de las hormigas labriegas borradas: aquellas que en el
pasado rasuraban la yerba —segaban los cortes— y ejercían sobre el paisaje lo
cotidiano de la subsistencia. Pocos son los artesanos de la tierra que han
cambiado sus hábitos en la manía comparativa de los ciclos de antaño. El
agricultor labriego, ganadero, sacrificado del campo, tenía otra hoja de ruta:
la autarquía de su destino, su propia subsistencia sin dependencia. Las
hortalizas, los granos y los vegetales eran el día a día de un trabajo
cotidiano; el supermercado no existía, o al menos no tenía la tremenda adicción
existencial de nuestro tiempo.
No
quiero aquel pasado donde el invierno nos sacaba del poco confort que
destilaban nuestras vidas. Eran tiempos antipáticos para vivir cómodos y,
muchas veces, dignos. La necesidad de bienestar propuso el cambio de roles y de
costumbres; el equilibrio se encaminó hacia la dependencia y, en muchos casos,
al abandono rural. Los campos verdes de nuestras alegrías fueron ayer campos de
trabajo de subsistencia; hoy son parques temáticos olvidados de una naturaleza
anarquista que invade los rincones y revela la estampa del abandono en paredes
y fincas.
Entonces
la parsimonia de la vida entró en el letargo de la prosperidad y los roles de
las costumbres se guardaron en los cuartos de aperos, como las cosas del
abuelo. En ese camino al olvido quedó una melancolía romántica que se
manifiesta con constancia cuando miramos estos campos verdes que adornan
nuestro portal y dulcifican la mirada. Este verde que duele, con sentimientos
encontrados: desde la miseria y la infelicidad de una infancia dura hasta la
lentitud de un tiempo que nos atormentaba con sus puñales de frío.
Somos
parte de esa tormenta que sacude el bienestar de una felicidad inventada,
aunque también somos el recuerdo y la melancolía de un pasado que no siempre
fue tan bonito como este presente. En nuestra conciencia queda el equilibrio y
el cuidado de no olvidar los testigos y referencias de otros tiempos, para
prolongar este espacio que ahora brilla como otra salvación. Disfrutar, al
menos, de esos campos verdes que duelen a la mirada y no obviar este regalo del
cielo.

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