El cielo, en un gesto antiguo, cerró filas y desplegó su panza de burro, derramando un rocío paciente sobre los campos. En los barranquillos, las gallinas cloquean dispersas entre tuneras y rastrojos; buscan cobijo bajo la llovizna que humedece su plumaje dorado. Ensayan cánticos tempranos de Navidad entre las ramas, coronando al almendrero más joven como si fuese el guardián de sus secretos.
Cuando
la lluvia cae con serenidad, la calma se refugia en los libros. Allí, en sus
páginas, la mente se abre a los mundos que propone la lectura, mientras tras
los cristales el agua repiquea con dulzura. En el vaho de un suspiro duerme una
nostalgia apacible. Es tiempo de cambio: la naturaleza recibe nuestra humilde
ofrenda y la devuelve envuelta en cintas verdes y tallos tiernos, como si cada
hoja fuera un regalo devuelto.
Cuánta
falta hacía la lluvia, aunque regrese siguiendo su ciclo de noches largas. Esta
dicha divina, que desciende del cielo como un consuelo, nos protege del vacío
de la luz. Humedece nuestra piel reseca y, con la misma ternura, rocía la
tierra árida que pronto despertará en vida y esperanza. Si el milagro insiste,
se aferrará a esa piel abierta y áspera para brotar nuevamente sus defensas.
Llueve
sobre mojado. La tierra, lenta pero agradecida, bebe el líquido salvador. El
letargo se difumina, aunque no siempre todos los elementos de la salvación
alcanzan a conectarse con ese pulso que late en cada renacimiento. Una fuerza
invisible sacude el paisaje: lo amable, lo comunitario, lo que surge sin
permiso. Los tonos apagados ceden ante la esencia salvaje que brota con furor,
crece con juventud y se expande con anarquía.
La
lluvia, con su esencia transparente, perdona excesos y defectos. Lava los
frontis, las calles, las farolas, los tejados. Su poder es celebración: una
comunión tan natural como imprescindible para la vida. Somos agua, gotas
antiguas que han evolucionado hasta creer que el cielo es salvación y la luz,
la cima de la madurez.
En
esta sabiduría que late en la textura del planeta, millones de formas de
brillar se derraman sin pudor. El análisis humano apenas roza una mínima parte
de este conocimiento. La lluvia embellece la tierra, dulcifica el árbol de la
vida, ennoblece la magia de la creación.
Llueve
sobre los campos; llueve. Su persistencia es el llanto de manantiales resecos,
que apenas cala la corteza, pero despierta, de inmediato, el vergel dormido de
la maternidad. Es un proceso creador, esencial, que arropa la continuidad de la
vida en los ciclos perennes del sol.
Llueve
sobre Valsequillo, llueve, y cada gota dibuja el recuerdo de inviernos
antiguos, verdes y frondosos. Las nubes borraban montañas con su llanto y el
paisaje se ocultaba tras cortinas de agua, mientras los rescoldos del fuego
hallaban su razón de existir. Llueve, y nuestra plegaria seguirá enalteciendo
esta bendición por los siglos.
Llueve
entre lamentos y escorrentías mínimas, apenas suficientes para poner en
aprietos a las hormigas. Son tiempos de bondad celeste, en los que el cielo
paga en silencio su tributo a la vida.

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