lunes, 1 de diciembre de 2025

Llueve

 

El cielo, en un gesto antiguo, cerró filas y desplegó su panza de burro, derramando un rocío paciente sobre los campos. En los barranquillos, las gallinas cloquean dispersas entre tuneras y rastrojos; buscan cobijo bajo la llovizna que humedece su plumaje dorado. Ensayan cánticos tempranos de Navidad entre las ramas, coronando al almendrero más joven como si fuese el guardián de sus secretos.

Cuando la lluvia cae con serenidad, la calma se refugia en los libros. Allí, en sus páginas, la mente se abre a los mundos que propone la lectura, mientras tras los cristales el agua repiquea con dulzura. En el vaho de un suspiro duerme una nostalgia apacible. Es tiempo de cambio: la naturaleza recibe nuestra humilde ofrenda y la devuelve envuelta en cintas verdes y tallos tiernos, como si cada hoja fuera un regalo devuelto.

Cuánta falta hacía la lluvia, aunque regrese siguiendo su ciclo de noches largas. Esta dicha divina, que desciende del cielo como un consuelo, nos protege del vacío de la luz. Humedece nuestra piel reseca y, con la misma ternura, rocía la tierra árida que pronto despertará en vida y esperanza. Si el milagro insiste, se aferrará a esa piel abierta y áspera para brotar nuevamente sus defensas.

Llueve sobre mojado. La tierra, lenta pero agradecida, bebe el líquido salvador. El letargo se difumina, aunque no siempre todos los elementos de la salvación alcanzan a conectarse con ese pulso que late en cada renacimiento. Una fuerza invisible sacude el paisaje: lo amable, lo comunitario, lo que surge sin permiso. Los tonos apagados ceden ante la esencia salvaje que brota con furor, crece con juventud y se expande con anarquía.

La lluvia, con su esencia transparente, perdona excesos y defectos. Lava los frontis, las calles, las farolas, los tejados. Su poder es celebración: una comunión tan natural como imprescindible para la vida. Somos agua, gotas antiguas que han evolucionado hasta creer que el cielo es salvación y la luz, la cima de la madurez.

En esta sabiduría que late en la textura del planeta, millones de formas de brillar se derraman sin pudor. El análisis humano apenas roza una mínima parte de este conocimiento. La lluvia embellece la tierra, dulcifica el árbol de la vida, ennoblece la magia de la creación.

Llueve sobre los campos; llueve. Su persistencia es el llanto de manantiales resecos, que apenas cala la corteza, pero despierta, de inmediato, el vergel dormido de la maternidad. Es un proceso creador, esencial, que arropa la continuidad de la vida en los ciclos perennes del sol.

Llueve sobre Valsequillo, llueve, y cada gota dibuja el recuerdo de inviernos antiguos, verdes y frondosos. Las nubes borraban montañas con su llanto y el paisaje se ocultaba tras cortinas de agua, mientras los rescoldos del fuego hallaban su razón de existir. Llueve, y nuestra plegaria seguirá enalteciendo esta bendición por los siglos.

Llueve entre lamentos y escorrentías mínimas, apenas suficientes para poner en aprietos a las hormigas. Son tiempos de bondad celeste, en los que el cielo paga en silencio su tributo a la vida.


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