domingo, 14 de diciembre de 2025

Solo miraba la lluvia.

 


Observaba ese poder sereno de convivencia natural, esa vida líquida que se manifiesta con la parsimonia de un rito.

Intuí que el cielo lloraba de una manera particular, como solo él lo puede hacer, y en ese llanto —a veces potente, a veces sereno— se diluían todas las frustraciones del desencanto. Más allá de nuestras formas de entender los acontecimientos, esta lluvia infinita, sin tiempo para despejar, era concilio emergente desde las alturas; parte de la ejecución del bienestar como bondad y prudencia de los dioses.

Sus hoyuelos constantes en las charcas daban ternura a la mirada paciente, al pensamiento latente. El oído replicaba ese pulso como cascos de caballerías lejanos.

Vuelvo a la infancia a buscar al abuelo.

Él me daba explicaciones místicas sobre la lluvia, exaltaba su alma labriega, suavizaba su ternura en la mirada y me recordaba el poder de los elementos, el designio de los dioses, aquellos cuya fortaleza se explaya en la bondad.

—Cuando llueve mucho, hay trabajo para todos —decía.

Era la gracia artesana del respiro, del retorno y de la vida. Enumeraba tiempos y labores tras la lluvia: las tierras, las cementeras, las artes labriegas. Más allá, en su pensamiento, buscaba la satisfacción de la cosecha y el nuevo impulso económico para seguir remando a la vida.

El abuelo era sabio.

Sus convicciones sostenían el patriarcado de una familia larga, donde el ejemplo era la única moneda de cambio.

El patio sigue sacudiendo gotas continuas y alegres. Los espejos de agua miran al cielo y simulan pequeños lagos en la memoria de insectos y arácnidos. Bejucos bordados trazan autopistas entre tuneras; encajes de seda que sirven de trampas a la subsistencia. Cada hebra es arte innato.

De niño miraba expectante aquellas redes, pequeños reinos de seis patas hexagonales.

La lluvia alimenta el pensamiento y persiste la ternura de la memoria infantil, donde la admiración era contemplativa y la interacción, misterio. Las cortinas de agua caen sin reparos, como en día de fiesta.

Las regaderas del cielo vuelcan gratitud y clemencia. Vendrán los meteorólogos a hablar de vaguadas y borrascas, a bautizar tormentas con nombres de mujer. Algunas esperan todavía por el suyo.

La lluvia es un villancico tierno, la calma de una sed eterna, la plegaria del camino verde. Es plata líquida que bautiza con generosidad, abrigo de lana, brasa que dibuja el fuego.

Es compañera perfecta para la lectura y el hogar.

La magia que convierte los días copiosos en entrañables.

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