Los
días lánguidos de otoño llegan a la isla con la nostalgia de una belleza serena
y luminosa, la acuarela del cielo pinta nubarrones que se dispersan en tonalidades
sin definir formas concretas, el frío no es invitado aun, nunca lo fue, es una aflicción
que la tarde revela meter en la cabeza y no consigue en los paseos, quitar los
calcetines a las sandalias de los guiris. Esa estampa montañosa mirando al
oeste, de una tierra de calimas, de trazos y sombras. El polvo de luz, contrasta
formando geometrías y halos paralelos que destellan en el horizonte realzando una
grandeza pictórica. Al fondo un Faro genuino con alma de auditorio se acuesta
sobre la playa para cantar la luz, al atlántico ese mar que nos separa y protege.
La
avenida de las canteras, es un paseo octogenario, un desfile de naciones, donde
África y Europa se dan la mano de la tolerancia, la mirada de lo exótico, Negros
sobre blancos con en el tapiz de un mar del norte sereno, que baña la barra para
sacar su espuma florecida como un largo huerto de rosas blancas efervescentes.
En el ajedrez de la avenida, entre el tumulto de bares, restaurantes, hoteles,
sombrillas y Palmeras asustadas y heridas, se cocina el tiempo de los sabores.
Olores especiados de la india, picantes de Marruecos, Masa parlanchina de Italia,
senectud ilustrada del norte de Europa, a chulería imperfecta de godo trasnochado,
a chinos silenciosos que invaden y mercadean la ruta de la chuchería oriental.
Nadie puede con ellos -su paciencia infinita- su andar peregrino por el mundo
calla su lengua y fragua su espacio. En este zaguán antesala del nuevo mundo, donde
las corrientes culturales mediterráneas son suspiros del continente africano con
congruencias y sueños, los que bajan buscando sol y paraíso. Los que suben
buscando consuelo y oportunidades de dignidad, con el pasaporte de un viejo
continente que estira las patas en hamacas celestiales
La
playa de la revolución, de los surfistas, de los pescaderos, del cambullón, de
las colonias, la playa del sol perenne, de las naciones, la playa del folklore,
del puerto efervescencia de un mar amable, Las palmas de Gran Canaria es al Atlántico
un buque insignia varado en su playa. Un parque temático de nacionalidades, un
tendido hispano gritando fiesta, un crisol de culturas antiguas que se mezclan
con la revolución del nuevo mundo. Es una enorme estación de viaje, donde comprar
chucherías, tomar café, sol y mascar los chicles de la admiración y abandonarte
al victimismo de tu aventura.
En
la tarde, el mar sigue ahí, inmenso pensativo y generoso, lavando los pies de
sus discípulos con la marisma otoñal, apenas olorosa, con el rumor de unas panchas
olas apenas estruendosas, la arena pisoteada vuelve a renacer cada día, prepara
el mantel de una melancolía que atrapa al visitante y embobece a las palomas.
Las cortinas del paisaje playero -con la tierra adentro-, de ese inmenso teatro
del mundo va cambiando el decorado constantemente para evitar el tedio y
sorprende magistralmente cuando la calima produce la magia de su desfile bajando
a bañarse en su playa.
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