En estas latitudes de medianías, en Valsequillo, hablar del perro maldito forma parte del lenguaje popular. Desde aquel tiempo en que, al Miguelito venerado, se le cruzara en el camino de su santidad, se encumbró como defensor frente al mal y guardián perpetuo de la condición cristiana. Siempre atento a las escaramuzas del enemigo, San Miguel se levanta en la leyenda como figura de continuidad: nacimiento y muerte en un rito de resurrección permanente y de guardia.
San
Miguel no busca otra cosa que alejar las tentaciones y acercar la armonía. Para
ello, con su lanza ejerce el recuerdo vivo de un legado de discordias,
aguijones y resistencias que nunca cesan.
Cuando
llegan sus fiestas, el relevo cultural de sus hijos toma la lanza simbólica y
escenifica, con acierto, la lucha mitológica. Colectivos del pueblo, jóvenes y
creativos, ofrecen una exhibición de arte escénico donde la devoción se funde
con la identidad.
Guion,
coordinación, vestuarios, talleres artesanales, maquillaje, decoración,
iluminación, sonido… todo un despliegue técnico y artístico que, año tras año,
mejora cada edición. Así, el pueblo no solo honra a su patrono, sino que revive
la leyenda en carne y gesto, renovando la victoria de San Miguel en el carrusel
festivo de su memoria.
Este año fue el tiempo quien marcó la escena y el contenido. Un tiempo que se empeña en manipular y apagar, despojando de recursos la comunicación, las relaciones y hasta la esencia misma de la fiesta. Y, sin embargo, la actividad sigue naciendo de la iniciativa altruista de la juventud de Valsequillo, de su inagotable capacidad de superación y encuentro.
Contra
la contrarreloj de una discordia eterna con quienes deberían mimar, coordinar y
garantizar la continuidad de un gran proyecto —con bases claras para todos los
colectivos— se alza la necesidad de una fundación que supervise y cuide los
desarrollos y las relaciones con el patrón municipal. No son muchos los que
buscan nuevos revulsivos, pero sí abundan quienes desean preservar la identidad
y la esencia de la cultura de Valsequillo. Ellos, hacedores y sabedores de sus
criterios, sostienen la llama.
La
nueva edición volvió a marcar un hito en la memoria, esta vez retransmitido por
televisión con buena audiencia. Muchos, ante el “calabobos” de la noche otoñal,
prefirieron quedarse en casa. Pero el apagón que marcó las doce iluminó los
escenarios: los maquillajes brillaron, y los actores se transformaron en las
cuentas del diablo, en la suelta del maldito, un perro que ya no da miedo
porque su tiempo de maldad se extingue. Aunque la tentación persista, su
actividad humanizada mantiene a San Miguel en vilo todo el año.
Tembrujo honró sus pasiones con un reparto
auténtico, integrado por actores del propio pueblo: desde el empleado del
supermercado hasta el albañil, de la ama de casa al chofer de la cuba de agua;
del jardinero al concejal de turno, de la enfermera al frutero. Ese es el
verdadero arte: contar con la gente, convertir sus ilusiones en parte esencial
del espectáculo.
La
noche de San Miguel, sin embargo, añade un broche mágico: la explosión de los
fuegos artificiales, magníficos, seguramente impagables. En el eco del barranco
de San Miguel resonaron los estampidos de esplendor y color bajo el aullido de
los perros. No era San Lorenzo ni San Juan: era la vanidad de vivir en
Valsequillo y celebrar la melodía de sus espectáculos grandiosos.
Y,
entre luces y sombras, San Miguel vuelve a aparecer: no solo para alejar las
tentaciones del diablo, sino también las de los pensamientos suspicaces, las
palabras envenenadas de ironía y esas obras inconclusas que, como cuentas
pendientes, permanecen.
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