viernes, 3 de octubre de 2025

OTOÑO DE ARADO Y BARBECHO

Aún en la frontera con el alisio, las tierras respiran el otoño crepitante del final de otro ciclo. Son ocres las paletas que embadurnan el paisaje de Valsequillo, y en las frondosas vegas de frutales los pájaros, hartos de fruta madura, aborrecen los atracones, picoteando a destajo, sin provecho, aquí y allá. Revolotean entre ramas de perales e higueras, entre cirueleros mollares del país, cargados de minúsculas ciruelas amarillentas y resilientes, cuya pipa se suelta con facilidad en la boca azucarada de hebras de pulpa.

Los barranquillos guardan la densidad del aire fresco que corre entre las umbrías dormidas al amanecer. Aquí la naturaleza nos recuerda el pasado aborigen: la supervivencia en la frescura del naciente, entre la cueva y el pedregal del risco, donde el ingenio humano aprendió a aprovechar los recursos naturales.

Como en la subsistencia primera, fue la necesidad la que ordenó antes, y la sabiduría de la supervivencia la que sacudió la suspicacia, agudizando el ingenio para vencer a los elementos. Nuestros antepasados explotaron la tierra en armonía laboriosa, escrita en sus genes, adaptándose a las épocas y a las costumbres heredadas. Tradiciones cultivadas en los pasajes del tiempo, donde la mirada engloba los acontecimientos. Ahora, en las tertulias parroquianas, resuena la sentencia: El tiempo está cambiando… Los días se hacen más cortos, amanece antes y más al sur… Las noches refrescan… Observaciones del comportamiento natural: la primera universidad de la vida. Escudriñar el paisaje y sus movimientos, reconocer la sabiduría de la tierra en las expresiones de la luz y los elementos.

El otoño de arado y barbecho es la actitud rudimentaria del hombre del campo frente a las programaciones y sobreexplotaciones agrarias, frente a la malignidad de las fumigaciones y el envenenamiento de la tierra y sus recursos. En nuestro hostigado paisaje de medianías se alzan, a menudo, los castillos hinchables de la abundancia: cercos amurallados —cual fortalezas medievales sin enemigo común— frente a los páramos abiertos. Egos de explotación y riqueza, donde el resto de la tierra, sufre las consecuencias de la anarquía de su flora invasora y, al final, de una tribu sin chamanes.

“El mundo está muy cambiado” —dicen los ancianos—, “hemos sufrido un cambio brutal.” Y meditan en silencio, pues todo tiene que ver con el tiempo: los tiempos que corren, las prisas que nos devoran, el hambre insaciable de tecnología y entretenimiento superfluo. Como en La caverna de José Saramago, el hombre se emboba mirando el mundo a través del móvil, mientras lo someten los imperios y los sistemas que siembran miedo y desprotección.

En estas vegas, mientras caen las hojas sobre el barbecho y las almendras revientan su traje de terciopelo verde quemado, seguimos sin descubrir qué es amargo y qué es dulce; qué es lo correcto y qué el abuso de la modernidad sin frenos. La población crece desbordada, los pozos del petróleo de la vida se secan, las viviendas incontroladas y vacacionales engordan una economía de depredadores, los aguacates del oro verde son escoltados y apresurados a madurar para aprovechar la cotización. Los hipermercados chupan la poca sangre donada para la supervivencia del pueblo esclavo, y la infelicidad ajena se refleja en las tragedias del mundo repentino y salvaje. Un caos que no justifica la existencia, cuando la lucha por los valores y la integridad se desmorona como un producto de reciclaje contaminado.

Y aunque el otoño no se ha hecho esperar, ya está aquí: ermitaño, constante, sabio, altruista, generoso, labriego. Con la osadía de su destino, con la lealtad de su reinado, con la compañía de su estampa, modifica y entretiene al pensamiento: a veces libre y contrariado, a veces luminoso y fugaz.

 

 

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