Ayer crucé una tertulia agradable con una vecina de Valsequillo que llegó al municipio hace ya 53 años. Venía de La Gavia, y lo curioso es que su recuerdo —como el de un niño— sigue intacto desde que se casó, siendo muy joven, con un señor del pueblo. Juntos emprendieron una nueva aventura al otro lado de las montañas.
En
aquellos tiempos, Valsequillo era una puerta abierta al futuro, un cruce de
caminos para enlaces entre latitudes y vecindades. Para los jóvenes y niños de
los años setenta, venir aquí se sentía más cercano a nuestra ideología rural
que bajar a Telde, ese núcleo más adelantado socialmente, casi como una capital
lejana.
Eran
años grises de despertar, donde nos sorprendía lo profundamente agrícola que
era este pueblo, dormido entre sus propias tierras. Destacaba, con porte
solemne, una iglesia grande y poderosa, que marcaba el ritmo de la vida al son
del tañido de sus campanas. La ruralidad, apenas abrazada a un viejo cine
descascarado por los costados, dejaba entrever los sillares de tosca de su
antigua construcción. Una plaza custodiada por una araucaria esbelta y
centenaria, y unos edificios coloniales anclados frente a la iglesia —como si
siempre hubiesen estado allí, amarrados a la esencia fundacional de este
Macondo valsequillero— daban forma a la escenografía de lo cotidiano.
La
vida se despachaba en unos pocos servicios: tiendas de aceite y vinagre,
herrerías, zapateros, panaderías… Apenas unos cuantos cafetines que, según la
hora y la necesidad, se convertían en bares de paso urgente.
Alguien
tuvo la idea de plantar cipreses intercalados a lo largo de la calle nueva, esa
que conecta la iglesia con el cementerio, junto al Calvario. Como si quisieran
trazar, con velas naturales, el poema del camino hacia la salvación y el
porvenir de la humanidad.
El
descubrimiento de aquel pueblo era, la mayor parte del año, una tristeza
callada. Bajar a Telde antes de 1940 o subir a San Mateo después de 1960 era,
para los jóvenes que buscaban nuevos retos más allá de la cuenca, una verdadera
aventura.
Valsequillo
ha tenido 54 alcaldes a lo largo de su historia, y todos —salvo contadas
excepciones— han convertido la política del pueblo en un despacho personal, en
nombre del poder que les otorgaba su capacidad organizativa. El egocentrismo de
sus aptitudes ha dañado profundamente la posibilidad de generar sinergias
fructíferas. Y eso, traducido al desarrollo local, se manifiesta en una
lentitud exasperante, en una ineficacia de almanaque, donde lo único que se
salva son las fiestas, como expresión de culto y deber.
Mis
primeros recuerdos de Valsequillo siguen siendo los de una triste carretera de
malecones, abierta a pico y pala entre barrancos. Quince minutos de radio, con
noticias locales, que emitía —en conexión directa y telefónica— el recordado
Jacinto Suárez Martel. Una iglesia grande, orgullosa de proteger al santo que
luchaba contra el mal endémico y social, olvidando, quizás, el poder que ejerce
a su antojo. Paradoja perenne.
Aquel
pueblo es continuidad de este, aunque evidentemente cincuenta años han
permitido que la invasión venida de fuera encuentre aquí su paraíso de
facilidades, viviendo a sus anchas, en condiciones que sangran a lo local.
Pero
hay un recuerdo que nunca se me borra, una llama viva en mi memoria: la
revolución juvenil del grupo Almogarén. Ellos izaron la bandera del “basta”,
y dijeron: “este es mi pueblo y quiero moldearlo con sabiduría, con acción
solidaria, con libertad competente”.
¡Cuánta
falta hace hoy otra revolución antisistema local! Una que venga con la energía
juvenil del poder de la renovación y la empatía hacia otra realidad.
Este
Valsequillo se merece lo mejor.

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