sábado, 25 de octubre de 2025

MALECONES EN EL RECUERDO

Ayer crucé una tertulia agradable con una vecina de Valsequillo que llegó al municipio hace ya 53 años. Venía de La Gavia, y lo curioso es que su recuerdo —como el de un niño— sigue intacto desde que se casó, siendo muy joven, con un señor del pueblo. Juntos emprendieron una nueva aventura al otro lado de las montañas.

En aquellos tiempos, Valsequillo era una puerta abierta al futuro, un cruce de caminos para enlaces entre latitudes y vecindades. Para los jóvenes y niños de los años setenta, venir aquí se sentía más cercano a nuestra ideología rural que bajar a Telde, ese núcleo más adelantado socialmente, casi como una capital lejana.

Eran años grises de despertar, donde nos sorprendía lo profundamente agrícola que era este pueblo, dormido entre sus propias tierras. Destacaba, con porte solemne, una iglesia grande y poderosa, que marcaba el ritmo de la vida al son del tañido de sus campanas. La ruralidad, apenas abrazada a un viejo cine descascarado por los costados, dejaba entrever los sillares de tosca de su antigua construcción. Una plaza custodiada por una araucaria esbelta y centenaria, y unos edificios coloniales anclados frente a la iglesia —como si siempre hubiesen estado allí, amarrados a la esencia fundacional de este Macondo valsequillero— daban forma a la escenografía de lo cotidiano.

La vida se despachaba en unos pocos servicios: tiendas de aceite y vinagre, herrerías, zapateros, panaderías… Apenas unos cuantos cafetines que, según la hora y la necesidad, se convertían en bares de paso urgente.

Alguien tuvo la idea de plantar cipreses intercalados a lo largo de la calle nueva, esa que conecta la iglesia con el cementerio, junto al Calvario. Como si quisieran trazar, con velas naturales, el poema del camino hacia la salvación y el porvenir de la humanidad.

El descubrimiento de aquel pueblo era, la mayor parte del año, una tristeza callada. Bajar a Telde antes de 1940 o subir a San Mateo después de 1960 era, para los jóvenes que buscaban nuevos retos más allá de la cuenca, una verdadera aventura.

Valsequillo ha tenido 54 alcaldes a lo largo de su historia, y todos —salvo contadas excepciones— han convertido la política del pueblo en un despacho personal, en nombre del poder que les otorgaba su capacidad organizativa. El egocentrismo de sus aptitudes ha dañado profundamente la posibilidad de generar sinergias fructíferas. Y eso, traducido al desarrollo local, se manifiesta en una lentitud exasperante, en una ineficacia de almanaque, donde lo único que se salva son las fiestas, como expresión de culto y deber.

Mis primeros recuerdos de Valsequillo siguen siendo los de una triste carretera de malecones, abierta a pico y pala entre barrancos. Quince minutos de radio, con noticias locales, que emitía —en conexión directa y telefónica— el recordado Jacinto Suárez Martel. Una iglesia grande, orgullosa de proteger al santo que luchaba contra el mal endémico y social, olvidando, quizás, el poder que ejerce a su antojo. Paradoja perenne.

Aquel pueblo es continuidad de este, aunque evidentemente cincuenta años han permitido que la invasión venida de fuera encuentre aquí su paraíso de facilidades, viviendo a sus anchas, en condiciones que sangran a lo local.

Pero hay un recuerdo que nunca se me borra, una llama viva en mi memoria: la revolución juvenil del grupo Almogarén. Ellos izaron la bandera del “basta”, y dijeron: “este es mi pueblo y quiero moldearlo con sabiduría, con acción solidaria, con libertad competente”.

¡Cuánta falta hace hoy otra revolución antisistema local! Una que venga con la energía juvenil del poder de la renovación y la empatía hacia otra realidad.

Este Valsequillo se merece lo mejor.

 

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