sábado, 8 de noviembre de 2025

Colapso estacional


Nadie les advirtió que el pueblo es otro crisol de opiniones y culturas. Encerrarse en un argumento suicida, atrincherando la puerta de la escucha, solo conduce a la destrucción más oportuna.

Una docena de años de empoderamiento napoleónico es un viaje a ninguna parte: oficio agreste, objetivos de campamento y respuestas condicionadas. El tiempo es un sprint hacia logros cuyo valor no puede ser virreinato de atormentados oficios, ni de ellos se espera la dicha.

Pasar página en un pueblo es una transición de fe. La vara que mide el tiempo no puede escandalizarnos cuando la escuela estaba desestructurada, y los maestros de la enseñanza usaron su vara de ejecución más precaria: sin asamblea, sin chamanes, sin socios de claustro, sin consejeros, con proyectos expuestos a la deriva de los iluminados.

Aprender a gobernar es una asignatura social exigente; aplicar delegaciones, una competencia democrática estricta. La suma del éxito en la participación se valora por las aptitudes, y se congratula de las actitudes que alimentan la cadena de impulso.

El tsunami pasó: era una ventisca constante que arreciaba los rincones de la libertad y el mandamiento. Estos pasajes se miden por las constantes, y la lenta variabilidad apenas coge impulso para las minucias de cantina. Los pasillos se llenan de cáscaras de Manises trituradas, de porquerías y dejadez, por falta de ética y responsabilidad.

El bien común es un servicio lúcido y exigente: no entiende de pasotismos ni de “yoes”, ni de un “tú más”.

Una docena de años y el recuento de logros es un pasaje de conflicto bélico. A las paredes las abandonó la caricia antigua del albeo; descascaradas y llenas de humedades, los edificios públicos —echando de menos brocha— dejan ver en sus cornisas el óxido que despunta del fuselaje.

Los huertos se divorciaron de los jardineros, desatendidos a su suerte; las punteras y verodes siguen el decorado tradicional, y todo se vuelve bucólico, como los barrios abandonados del interior de la isla. Allí donde la mirada exige el paisaje triste y reseco del otoño, después del cólera del verano aparece el verde tibio y el frío transitorio del invierno, resucitando en una nueva primavera con la anarquía de la madre naturaleza —sin depredadores éticos, morales ni naturales— avalando su invasión de mugre.

¿Cómo se debe vestir la esperanza cuando, en el armario de los recursos, solo quedan trapos usados y bisagras rotas en las puertas?

La creación de los hospitales de campaña —manual de actuaciones básico: recuento, inventario, registros, orden y limpieza, departamentos y responsabilidades— tal vez sea el comienzo.

Aunque el tiempo de espera sea reeducar las derivas, los conciertos deben sentar los ensayos, tomar las partituras correctas y afinar la banda. Luego, en los principios, solo cabe el procedimiento arqueológico de limpieza, con la brocha y el pincel: descubrir el error a través del análisis de carbono, y readaptar las criptas por donde se cuela la luz que corrompe el ego.

Escudriñando la mirada majestuosa de este circo de medianías, uno descubre que lo único irresistible y supremo que acompaña fielmente la vida es el poder de la naturaleza mágica que se cierne sobre las vegas cultivadas: recuerdo constante de las flores de los almendreros —nueva primavera— que sacuden el frío invernal mientras los cencerros siguen tintineando y madurando el sabor de las fresas, del queso y las papas.

Con sabor a pueblo tradicional, el culto de honor paralelo.

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