Nadie les advirtió que el pueblo es otro crisol de opiniones y culturas. Encerrarse en un argumento suicida, atrincherando la puerta de la escucha, solo conduce a la destrucción más oportuna.
Una
docena de años de empoderamiento napoleónico es un viaje a ninguna parte:
oficio agreste, objetivos de campamento y respuestas condicionadas. El tiempo
es un sprint hacia logros cuyo valor no puede ser virreinato de atormentados
oficios, ni de ellos se espera la dicha.
Pasar
página en un pueblo es una transición de fe. La vara que mide el tiempo no
puede escandalizarnos cuando la escuela estaba desestructurada, y los maestros
de la enseñanza usaron su vara de ejecución más precaria: sin asamblea, sin
chamanes, sin socios de claustro, sin consejeros, con proyectos expuestos a la
deriva de los iluminados.
Aprender
a gobernar es una asignatura social exigente; aplicar delegaciones, una
competencia democrática estricta. La suma del éxito en la participación se
valora por las aptitudes, y se congratula de las actitudes que alimentan la
cadena de impulso.
El
tsunami pasó: era una ventisca constante que arreciaba los rincones de la
libertad y el mandamiento. Estos pasajes se miden por las constantes, y la
lenta variabilidad apenas coge impulso para las minucias de cantina. Los
pasillos se llenan de cáscaras de Manises trituradas, de porquerías y dejadez,
por falta de ética y responsabilidad.
El
bien común es un servicio lúcido y exigente: no entiende de pasotismos ni de
“yoes”, ni de un “tú más”.
Una
docena de años y el recuento de logros es un pasaje de conflicto bélico. A las
paredes las abandonó la caricia antigua del albeo; descascaradas y llenas de
humedades, los edificios públicos —echando de menos brocha— dejan ver en sus
cornisas el óxido que despunta del fuselaje.
Los
huertos se divorciaron de los jardineros, desatendidos a su suerte; las
punteras y verodes siguen el decorado tradicional, y todo se vuelve bucólico,
como los barrios abandonados del interior de la isla. Allí donde la mirada
exige el paisaje triste y reseco del otoño, después del cólera del verano
aparece el verde tibio y el frío transitorio del invierno, resucitando en una
nueva primavera con la anarquía de la madre naturaleza —sin depredadores
éticos, morales ni naturales— avalando su invasión de mugre.
¿Cómo
se debe vestir la esperanza cuando, en el armario de los recursos, solo quedan
trapos usados y bisagras rotas en las puertas?
La
creación de los hospitales de campaña —manual de actuaciones básico: recuento,
inventario, registros, orden y limpieza, departamentos y responsabilidades— tal
vez sea el comienzo.
Aunque
el tiempo de espera sea reeducar las derivas, los conciertos deben sentar los
ensayos, tomar las partituras correctas y afinar la banda. Luego, en los
principios, solo cabe el procedimiento arqueológico de limpieza, con la brocha
y el pincel: descubrir el error a través del análisis de carbono, y readaptar
las criptas por donde se cuela la luz que corrompe el ego.
Escudriñando
la mirada majestuosa de este circo de medianías, uno descubre que lo único
irresistible y supremo que acompaña fielmente la vida es el poder de la
naturaleza mágica que se cierne sobre las vegas cultivadas: recuerdo constante
de las flores de los almendreros —nueva primavera— que sacuden el frío invernal
mientras los cencerros siguen tintineando y madurando el sabor de las fresas,
del queso y las papas.
Con
sabor a pueblo tradicional, el culto de honor paralelo.

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