miércoles, 12 de noviembre de 2025

TEMPORAL DE PESADILLA



Aquella mañana despertó el día blanco, tras la intensa tormenta. Los termómetros cayeron, contraídos en colapso: los campos se ayelaron con nieve y abundante rociada. Las barranqueras despertaron lanzando las escorrentías entre las piedras rebeldes, y los estanques, que tenían las tornas a favor, rebosaron de bondad. El barranco corrió como en los tiempos salvajes, como liberado de un presidio constante.

Sin embargo, aunque la mayoría vivió la calamidad de las imprevisiones —con aguas guerreras sin control, buscando escape— no hubo, de momento, que lamentar víctimas. El caos se tornó activo en el sufragio de abnegar una realidad imprevisible.

Los meteorólogos sucumbieron en cumbres urgentes ante un nuevo fenómeno impensado. Argumentaban, en los pocos canales informativos —sólo Radio Nacional, Onda Media— cayó la televisión, cayeron las líneas telefónicas, cayó la luz eléctrica. Activaron la cronología del temporal: era una cascada de damas sin control de detención.

La gente más joven buscaba a los viejos ante la falta de información. No había viejos; nadie sabía dónde estaban. Muertos, tal vez. Los más cercanos a la tierra se daban la cachucha para atrás y rascaban el mentón hablando de un temporal que ni sus tatarabuelos podían contar…

Las iglesias aprovecharon la manifestación del Dios de la lluvia para convocar misas especiales en torno a los nuevos designios de un posible milagro. Esto rara vez sucede en la categoría manifestada, y “mejor será que Dios nos coja confesados a todos”, decían los agoreros.

El caso es que semejante dicha no se recuerda en los anales del conocimiento moderno, y ahora las estadísticas ni los ordenadores pueden hacer mucho por restituir semejante caos actualizado; no es cuestión de remedios.

Por ahí andan los servicios secretos y los estados de sitio imponiendo la ley marcial, ya que el único poder de control habilitado con garantías se ejerce a través de megafonía portátil. Desde las instituciones aprovechan para mantener un orden de milicia mientras se arreglan las carreteras y se rescatan los cadáveres —que no se han visto—, y nadie echa de menos a nadie, pero el miedo les hace presa de la inestabilidad.

Algunos pocos espabilados, ávidos de aprovechar el río revuelto, generan noticias basadas en el escándalo y en el miedo a los males de la desdicha. Cuentan que les contaron, en base a parentescos y rumores, que hay un caos temporal, que la gente no respeta las propiedades ajenas, que alguien había usado sus armas para disparar sin reparo ante los intrusos.

El alcalde decía, en una reunión urgente, abierta al pueblo y con un manuscrito de prioridades, que era importante recuperar los canales de información, que llegaran cuanto antes al pueblo para evitar confusiones y fomentar la conciencia de la verdad. Este suceso —insistía— necesitaba del sentido común popular, ya que los medios estaban desconectados por el caos en las redes y no había previsiones de solución inmediata.

Un portazo de una corriente de aire sacó del sueño impertinente y pesado al Maquiavelo de las pesadillas. Sí, quería que lloviera y nevara, pero no que hubiera un caos de congoja. Se sacudió la cabeza, intentando salir de los restos de la pesadilla que aún le golpeaba. Entonces escuchó una voz desde el móvil. Se lo acercó a la oreja:

—Anoche llenaron el pueblo de pasquines —decía alguien—. Algún iluminado trasnochado… Es que no cambian.

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