El tiempo
compuso las letras de la armonía en los perfiles de las casas viejas del pueblo, mas de cinco siglos de rezos y andares, sembraron la historia con el
misterio del silencio y el encantamiento de una urbe medieval.
Juan
Torres eufóricamente fue otro ilusionista de su destino, un personaje que creo
la base de una gran familia posterior tan llena de gracia y desgracia en la
supervivencia. Su familia de nacimiento se asentaba en la zona y la llamada del
efecto barrio, le llevó a buscar con la intuición la residencia donde quería
armar una familia feliz.
Por
ello, cada vez que subía en la madrugada la calle altozano, el pensamiento le
ordenaba el capricho, le confortaba el sentimiento agradecido de pertenecer a
ese tipo de personas que la tenacidad le abre el camino de sus ilusiones, su
vida ordenada con el valor de la abuela, creció en amor y valores y lleno la casa
de hijos. Es verdad que aquellos pellizcos del destino, de las “perrillas”
ganadas en la suerte, le abrió la luz que necesitaba para fraguar sus deseos.
Norita
se acercó a la ventana de la habitación y escuchó a Juan Torres, hablando con
el lechero, sobre los albores del nuevo día, era un amanecer plata que iba
tomando brillo a medida que la luz, despertaba del sueño. El murmullo de otras
voces lleno el aire de despertares y la vida volvió al barrio como sacada de las
casillas del silencio oscuro. Los pernos del portón rechinaron al girar sobre
su propio peso. Aquella puerta era tan antigua como la casa, debió ser un árbol
enorme fuerte y prisionero que acabó cambiando su vida natural, por su vigilia urbana
pintada de verde. Juan pensó después de mirar las bisagras que debía engrasarlas
con molicote o cera. Hablaría con el carpintero del callejón para que le aconsejara.
El
olor de la cocina corría por el pasillo buscando la salida de emergencia al
aire, y en su paseo aromatizaba los rincones. Esa mezcla de café, gofio, leche
hervida, queso, los duendes de la casona se ponían contentos cuando norita cocinaba,
a veces el olor de sus potajes, subía la calle altozano, giraba en las carreñas
y llegaba a la salida del barrio por la calle portería. Algunos aromas se despedían
por San Sebastián, mientras que otros tiraban para el Roque, era un desfile de
repartos por la ciudad, hasta aquellos olores seguían las tradiciones de las
casas, el paseo de la vida por las calles de San Francisco.
Juanillo, tienes el desayuno listo, le decía la abuela al papa Juan, y como sabía que no le gustaban los huevos fritos, le decía “quieres que te fría dos huevos mi niño”. Solo para oírlo refunfuñar. guevos… Sabes que no me gustan los huevos fritos. Norilla. No se cuantas veces te lo digo. Pues a mi si me gustan Juanillo, los tuyos. Y el viejo sonreía con la mirada, por aquel sentido del humor tan espléndido de Norita Tejera, una mujer inmensa que lo enfrascó en la vida con una elegancia extraordinaria.