viernes, 6 de enero de 2023

LA MAMANORA

 

Hay momentos en la vida donde hablas solo con el pensamiento, donde el tiempo es un tormento que mide la luz de una esperanza que se apaga. El deslizamiento de las zapatillas de pepe, por el pasillo era un compás de brillo en cada pisada, era un deslizar de la suela de goma contra el piso de cemento del corredor de aquella vieja casona de San Francisco, y la luz regalaba brillos en las horas del mediodía, era como el camino de Santiago, kilómetros y kilómetros de pensamiento encapsulado en el corazón de los peregrinos. Ante paisajes celestiales de miradas al encuentro, El tío Pepe fue el fiel servidor de mamá Nora, el soldado que vigiló la guardia del castillo de su reina. El que abrió el portón de Altozano y dio la orden de paso de todos los que se acercaban a pedir a “mamánora” su consejo. Su guía espiritual de los vaivenes de la vida. Ella escuchó por bocas ajenas los aconteceres de la vida, siguió viviendo en los pensares de quienes regresaban a su hogar y les traían las noticias del mundo, ella interpretaba sus angustias, sus alegrías, sus ilusiones y las reconvertían en cuentos de felicidad contenidas, en esperanzas al encuentro de corazones rotos, de tareas ingratas, de obediencias disciplinadas, ella amortiguaba el efecto rebote y transmitía el consuelo generoso y el aliento filosófico. Cuantas verdades encerraban sus palabras, por haberlas vivido, por haberlas compartido, por haberlas sentido como si fueran suyas, más las propias hilvanadas con los aconteceres de su destino. Altozano se convirtió en la patria chica de la familia grande. Era el rosario de las cuentas y de volver a empezar. Y fue el tiempo el único testigo de cantares espontáneos en explosiones felices. Y hablaba pepe en consejo subyugar consigo mismo, cocinando sus propios cometidos de oficial en pensamiento libre y formalidad castrense. A veces sin saberlo, marcaba el paso, como obediencia a su entrenamiento, regalaba a sus ordenes una marcha espontanea formal. Y al pasar a la altura del recibidor donde la abuela, pasaba los días esperando a alguien con poder para llevársela. Saludaba con giro disciplinado de la cabeza. Paso firme y marcha lenta, admirado su obra en ciclos repetitivos. Mientras la abuela mandaba el pensamiento a la academia, aquellos días felices donde la vida, le enseñó a interpretar su suerte y sus inquietudes. Ella andaba entusiasmada con poder actuar en el Pérez Galdós, -en sueños- cuando ante su disciplina de canto las hijas de los señores de Manrique de Lara, le miraban de reojo y sonrisa, diciéndole Norita instrúyenos a cantar otra vez la canción de la Regina. En el fondo, la abuela era de una dulzura transparente a la que nadie osaba herir, pues su néctar producía felicidad a borbotones y habilidad para reconducir cualquier altercado de celos o empatías.

Pepe se clavó, a la altura del recibidor, que distrajo el pensamiento absorto de la abuela, hizo una media vuelta con una precisión ensayada de alto rango disciplinado. Gestó el quitarse el tocado. Y expresó en perfecto español ensayado. ¿A su majestad le apetece un cafecito? Es la hora oficial. Dijo la abuela, para entrar en razón. ¿Es la hora majestad? Repitió Pepe, tranquilo de haber enviado el mensaje correcto. Y sin querer deslizó una pequeña mueca parecida a una sonrisa disciplinada. A lo que la educada abuela en clases de canto y bordado, en las mejores academias de Las Palmas de Gran Canaria, en los años veinte, en el codeo con la aristocracia de la época emergente de una ciudad venida a más. Contestó. En perfecto español educado entre Marpequeña y el Callejón del Castillo. Con un donaire. Púes cógete el culo. Soldado.


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