Hay momentos en la vida donde
hablas solo con el pensamiento, donde el tiempo es un tormento que mide la luz
de una esperanza que se apaga. El deslizamiento de las zapatillas de pepe, por
el pasillo era un compás de brillo en cada pisada, era un deslizar de la suela
de goma contra el piso de cemento del corredor de aquella vieja casona de San
Francisco, y la luz regalaba brillos en las horas del mediodía, era como el
camino de Santiago, kilómetros y kilómetros de pensamiento encapsulado en el
corazón de los peregrinos. Ante paisajes celestiales de miradas al encuentro, El
tío Pepe fue el fiel servidor de mamá Nora, el soldado que vigiló la guardia
del castillo de su reina. El que abrió el portón de Altozano y dio la orden de
paso de todos los que se acercaban a pedir a “mamánora” su consejo. Su guía
espiritual de los vaivenes de la vida. Ella escuchó por bocas ajenas los
aconteceres de la vida, siguió viviendo en los pensares de quienes regresaban a
su hogar y les traían las noticias del mundo, ella interpretaba sus angustias,
sus alegrías, sus ilusiones y las reconvertían en cuentos de felicidad
contenidas, en esperanzas al encuentro de corazones rotos, de tareas ingratas,
de obediencias disciplinadas, ella amortiguaba el efecto rebote y transmitía el
consuelo generoso y el aliento filosófico. Cuantas verdades encerraban sus
palabras, por haberlas vivido, por haberlas compartido, por haberlas sentido
como si fueran suyas, más las propias hilvanadas con los aconteceres de su
destino. Altozano se convirtió en la patria chica de la familia grande. Era el
rosario de las cuentas y de volver a empezar. Y fue el tiempo el único testigo
de cantares espontáneos en explosiones felices. Y hablaba pepe en consejo
subyugar consigo mismo, cocinando sus propios cometidos de oficial en
pensamiento libre y formalidad castrense. A veces sin saberlo, marcaba el paso,
como obediencia a su entrenamiento, regalaba a sus ordenes una marcha
espontanea formal. Y al pasar a la altura del recibidor donde la abuela, pasaba
los días esperando a alguien con poder para llevársela. Saludaba con giro
disciplinado de la cabeza. Paso firme y marcha lenta, admirado su obra en
ciclos repetitivos. Mientras la abuela mandaba el pensamiento a la academia,
aquellos días felices donde la vida, le enseñó a interpretar su suerte y sus
inquietudes. Ella andaba entusiasmada con poder actuar en el Pérez Galdós, -en
sueños- cuando ante su disciplina de canto las hijas de los señores de Manrique
de Lara, le miraban de reojo y sonrisa, diciéndole Norita instrúyenos a cantar
otra vez la canción de la Regina. En el fondo, la abuela era de una dulzura
transparente a la que nadie osaba herir, pues su néctar producía felicidad a
borbotones y habilidad para reconducir cualquier altercado de celos o empatías.
Pepe se clavó, a la altura
del recibidor, que distrajo el pensamiento absorto de la abuela, hizo una media
vuelta con una precisión ensayada de alto rango disciplinado. Gestó el quitarse
el tocado. Y expresó en perfecto español ensayado. ¿A su majestad le apetece un
cafecito? Es la hora oficial. Dijo la abuela, para entrar en razón. ¿Es la hora
majestad? Repitió Pepe, tranquilo de haber enviado el mensaje correcto. Y sin
querer deslizó una pequeña mueca parecida a una sonrisa disciplinada. A lo que
la educada abuela en clases de canto y bordado, en las mejores academias de Las
Palmas de Gran Canaria, en los años veinte, en el codeo con la aristocracia de
la época emergente de una ciudad venida a más. Contestó. En perfecto español
educado entre Marpequeña y el Callejón del Castillo. Con un donaire. Púes
cógete el culo. Soldado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario