domingo, 8 de enero de 2023

LA LUCIDA AURORA

 

foto Sam Mao

La madera de la casona crujía de vez en cuando, era como un multiplicador de pequeños efectos, donde cualquier elemento invisible se hacía oír, a veces en la oscuridad uno se acostumbraba aquellos ruidos que nunca sabía interpretar más que por esas extrañas vidas que posee la materia, a la que no damos importancia. O a la que los propios sueños se encargan de inventar las pesadillas, cuando el desorden de las preocupaciones enhebra las historias más rocambolescas.

Juan Torres dormía de un tirón metido en aquellos pijamas largos y en los repasos de la triste llama de la palmatoria, hablaba con Norita, todas sus hileras de gestiones y preocupaciones, hasta quedar dormido entre las palabras. Norita escuchaba sin interrumpir y añadía soluciones de tregua o verdad, para que el duro corazón del viejo, se ablandara o reaccionara a tomar sabias decisiones en el transcurso de la vida. Ella jamás intervino en sus decisiones, hábilmente amortiguaba la solución con la inteligencia que siempre definió su personalidad de madre, esposa, abuela, todo amor y cariño, en cualquier circunstancia.

Despertó y sentó de nuevo en el borde de la cama, y resonó que tenía que mear. Y pensando que, desde la última vez, había pasado cuatro horas no más… Me estoy haciendo mayor -pensó- El reloj marcaba las dos y cuarto, hasta las cuatro, que solía levantarse, aún quedaban casi dos horas, eran aquellos despertadores que te grababan el tic tac con eco en el sueño, y que antes de sonar, le aplastabas la perilla de la alarma, por que movía todo el edificio y se levantaba toda la vecindad. Siempre pensé que uno despertaba antes que el despertador para evitar el escandalo que armaba, que parecía enfadado con vigilar el tiempo del sueño de cada uno. Tal vez por que no descansaba nunca y menos cuando la mano del viejo, giraba la mariposa todas las noches antes de meterse en la cama, detrás para darle cuerda hasta la máxima tensión de carga. Como si le retorciera las orejas y este se vengase en la madrugada.

Arrastrando las babuchas en los pies con deslizamiento silencioso, avanzó hasta el portal de la habitación donde se encontraba la llave de la luz triste, que desperezaba a encender al giro. Era corriente de 125W en hilos de cobre, aun estaba lejos la modernidad, pero era un buen adelanto para aquella casona antigua, que soportaba ya más de 300 años en la Montañeta del altozano. Ella se erigió como convento en los albores de la conquista, luego fue viejo almacén de santos y relicarios de los otros edificios de San Francisco. Y lo que ahora era un largo pasillo corredor que distribuía la casa a ambos lados, antes fue un largo balcón abierto a las plataneras de las Carreñas, con el poniente a los pies separando norte y sur en dos pasajes de una canarias antigua y entrañable. Por un lado, la calle altozano empedrada y de un ajetreo diario usual, por el otro, el cercado de plataneras que abanicaban los alisios al refresco de los balcones corredores, donde se colgaban racimos de piñas, ajos o cebollas a secar

Por la calle, pasaban los arrieros que bajaban del mayorazgo a través de San Nicolás, la vida tras las paredes de las casas blancas de las Carreñas, Santa María, Callejón de la fuente, era un ajetreo diario, los mejores artesanos crecieron y se fundaron en las calles de San francisco. Herreros, carpinteros, poceros, zapateros, latoneros. Antes de bajar a la ciudad de los estudiantes de San Juan, cruzaban el barrio, para los encargos a los artesanos, y seguían a los cometidos de sus visitas, compras de víveres, recados notariales, registros eclesiásticos. Etc.

Juan Torres se entretuvo en su visita al urinario, en realidad no tenía más sueño, hizo un repaso mental sentado de nuevo en la silla, con la libretilla de los apuntes, ir a buscar las aguas, de 6 a 8, del pozo la cuchara, hablar con el lechero de las cuentas de la hacienda del amo, encargar el semillero de calabazas a Morales, recoger las herramientas en el herrero. Su vida era una libretilla llena de apuntes, y aunque las gestiones las podía avanzar con rapidez y resolución, el agarraba bien la mañana, para ir ordenando una a una, y una tras otra las actuaciones o soluciones, nunca alternaba o combinaba, le gustaba seguir el orden meticuloso de su mente, para que el olvido no lo indujera a cometer errores.

Norita se levantaba antes que cantaran los gallos en San Francisco, ante que rebuznaran los burros tras las murallas, su reloj biológico se lo había impuesto el deber de atención aquel hombre de mirada vacía y azul, que se encasquetaba su sombrero negro y ajustaba los modales para impresionar a sus interlocutores, había atizado a la monotonía de anticiparse al tiempo, de ganarle al día una o dos horas diarias, como una disposición fresca del acontecimiento

Ya no estaba en la casa cuando la abuela se levantó, Tampoco se despidió de la abuela, porque no se había ido más que a su guardia serena diaria, Norita lo interpretaba simpáticamente en los comentarios familiares, como ir a coger el aire y el hilo de la mañana, luego volvía a por el desayuno antes del rosario de la aurora, ya había andado de la seca a la meca, aquel personaje bajito con sombrero negro que se movía en las calles dormidas de Telde, como haciendo un repaso al orden del día, era el abuelo Juan Torres.  

Norita se sentó en la orilla de la cama y miró a través de las cortinas blancas caladas de pespuntes de los ventanales buscando la claridad, entonces cogió las camándulas de las cuentas del rosario, las acaricio y se puso hablar medio latín, medio arameo, medio castellano antiguo, hablaba en prosa automática, y era una sintonía en trance con algún Dios secreto, que hablaba mil lenguas e interpretaba las suyas, fue una herencia de su madre Agustinita Tejera, que se quedó muda y solo se le escuchaba hablar con dios claramente, había reservado y otorgado el don de la palabra para el supremo, como un regalo de sacrificio en sus últimos años, buscando su divinidad y entrega. Las cosas de la tierra ya no le interesaban…

Cuando Juan Torres volvió a subir altozano, algunas ventanas tristes iluminaban vida en la vecindad, los gallos comenzaban a ensayar cantos y los grillos iban callando su repertorio, algunos aromas de cocinas de fuelle sacaban al aire resoplidos deshornillados y los cascos de algunos caballos se oían subir a lo lejos por la calle Inés chemida. Eran Las cinco de la mañana, el martillo del Gong de la iglesia de San Juan lo recordaba con precisión. Pronto comenzaban las ringleras de los rezos en las casas a dar gracias al nuevo día. Y el rosario de la aurora de los animales a impartir la sintonía de llamar a la luz el día.

 


 

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