sábado, 14 de enero de 2023

EL TECHO DE PAN DE ORO

 

El tiempo compuso las letras de la armonía en los perfiles de las casas viejas del pueblo, mas de cinco siglos de rezos y andares, sembraron la historia con el misterio del silencio y el encantamiento de una urbe medieval.

Juan Torres eufóricamente fue otro ilusionista de su destino, un personaje que creo la base de una gran familia posterior tan llena de gracia y desgracia en la supervivencia. Su familia de nacimiento se asentaba en la zona y la llamada del efecto barrio, le llevó a buscar con la intuición la residencia donde quería armar una familia feliz.

Por ello, cada vez que subía en la madrugada la calle altozano, el pensamiento le ordenaba el capricho, le confortaba el sentimiento agradecido de pertenecer a ese tipo de personas que la tenacidad le abre el camino de sus ilusiones, su vida ordenada con el valor de la abuela, creció en amor y valores y lleno la casa de hijos. Es verdad que aquellos pellizcos del destino, de las “perrillas” ganadas en la suerte, le abrió la luz que necesitaba para fraguar sus deseos.

Norita se acercó a la ventana de la habitación y escuchó a Juan Torres, hablando con el lechero, sobre los albores del nuevo día, era un amanecer plata que iba tomando brillo a medida que la luz, despertaba del sueño. El murmullo de otras voces lleno el aire de despertares y la vida volvió al barrio como sacada de las casillas del silencio oscuro. Los pernos del portón rechinaron al girar sobre su propio peso. Aquella puerta era tan antigua como la casa, debió ser un árbol enorme fuerte y prisionero que acabó cambiando su vida natural, por su vigilia urbana pintada de verde. Juan pensó después de mirar las bisagras que debía engrasarlas con molicote o cera. Hablaría con el carpintero del callejón para que le aconsejara.

El olor de la cocina corría por el pasillo buscando la salida de emergencia al aire, y en su paseo aromatizaba los rincones. Esa mezcla de café, gofio, leche hervida, queso, los duendes de la casona se ponían contentos cuando norita cocinaba, a veces el olor de sus potajes, subía la calle altozano, giraba en las carreñas y llegaba a la salida del barrio por la calle portería. Algunos aromas se despedían por San Sebastián, mientras que otros tiraban para el Roque, era un desfile de repartos por la ciudad, hasta aquellos olores seguían las tradiciones de las casas, el paseo de la vida por las calles de San Francisco.

Juanillo, tienes el desayuno listo, le decía la abuela al papa Juan, y como sabía que no le gustaban los huevos fritos, le decía “quieres que te fría dos huevos mi niño”. Solo para oírlo refunfuñar. guevos… Sabes que no me gustan los huevos fritos. Norilla. No se cuantas veces te lo digo. Pues a mi si me gustan Juanillo, los tuyos. Y el viejo sonreía con la mirada, por aquel sentido del humor tan espléndido de Norita Tejera, una mujer inmensa que lo enfrascó en la vida con una elegancia extraordinaria.

En el antipático cuartel de la guardia civil de enfrente del portón, apenas los aromas de los guisos, entraban por la puerta los estómagos de los guardias, armaban tremenda buya, despertaban los instintos de su vigilia, y miraban el reloj, constantemente esperando el relevo de la imaginaria, para partir al desayuno de sus hogares. En el viejo cuartel de Altozano, no había ni cafetera mata sueños, era todo tan indigno, que el protocolo llegaba en caballería, se descabalgaban en la montera de los tres escalones, y el silencio y el saludo marcial, marcaban el clima helado de sus paredes. Años después, nosotros jugábamos con nuestros caballos alegres, arrestar bandidos y malvados que nunca conocimos.

Siempre había creído que los guardias, habían perdido la sonrisa y algunos la cambiaron por bigotes duros. El ambiente sobrio de seriedad, era una cultura de aires de opresión, de marcialidad caprichosa en mandos. El poder del bien y del mal encapsulados sin variantes, ni tolerancias.

Antes de irse Juan Torres, repasó que tenía que comprar azufre para la latada de parras del patio. Aquella Parra enhebrada en el armazón que le fue construyendo el abuelo, era una obra de arte contemporáneo. Salía del huerto del patio, donde había encontrado agua y un cantero de tierra, lleno de hortalizas, para trabar amistad y levantarse trepando los viejos muros, subía al techo del huerto, salía por encima del patio de entrada y se abría por todo el cielo del edificio, creando un mar de destellos en verano, un techo de oro blanco en racimos dorados, donde el flujo del aire aromatizaba y el frescor del verano amortizaba nuestra cancha de juego. Subía por encima de la escalera de madera verde a la azotea, y cubría toda la azotea y el techo del gallinero llegando al fondo, al cuarto pileta, -la habitación del tío Juan- subir a la azotea era otro placer, mirar desde el tejado los techos del barrio de San Francisco, la casa del cura, los huertos escondidos tras las murallas, las torres de San Juan o el Laurel de Indias

La latada de la parra de Juan Torres era famosa en Telde. Por que creció y estiró la belleza del amor de un hogar abierto y feliz, hacia el cielo. Su espléndida estampa daba las mejores tertulias en el patio de la pila, donde el culantrillo del armazón respiraba por los agujeros de la puerta ovalada de la talla. Y se confundían en el aire con el concierto de olores de la casa. En la azotea, oyendo los conciertos del gallinero y sus guineos. En los ruidos acordes de contratiempo de las pisadas en los techos de madera de la casa. En el patio de la entrada que era la antesala del castillo y cuando levantabas los ojos a la parra cargada de racimos perfectos de uvas brebadas blancas, parecía como si miraras a la capilla Sixtina y contemplaras una cálida obra de arte -canaria- un techo de pan de oro destellado de hojas verdes, por los que pasaban los cálidos rayos de luz y los pájaros jamás osaron intimidar

 


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