Difícil
se me hace la cuestión de hablar de un ídolo familiar, un hombre con una integridad
espiritual y personal, más allá de las frivolidades y apariencias. Ramón es a
la vida plena, un angel que ilumina la plenitud de los días bellos de los demás.
En
boca de su hija Mirian, una nota agradecida de amor paternal para presentar a
su padre, recordándole, haber sobrevivido al amor de tantas mujeres -hijas-. Y en
su defecto a la prole de nietos que esta familia cristiana alberga con la
elegancia de la bondad.
Que
simbólico y emotivo el primer recuerdo del tío, en la presentación de su pregón
para su madre- -mi abuela, su madre Benita- y su padre Miguel. No me cansaré de
revindicar estas pasiones familiares con la plenitud de una fe, consolidada en
valores y armonía, en paz y amor. Que grandes estos detalles que enhebran la
vida de principio a fin.
En bocas de tías abuelas y memorias recordadas en el seno familiar, el día que Ramón vino al mundo, a principios de los años cincuenta -En la nueva casa cueva de la Pepina- casi pierde la vida la abuela Benita, en un parto difícil y largo. Carmela Herrera una cuñada de Benita, casada con el cuñado Antonio y su hermana Carmen, le asistieron en el parto y en ese momento fatídico, de compromiso con la vida o la muerte. Carmela Herrera le dijo a Benita, Agárrate a San Ramón patrono de los neonatos, es el único que te puede ayudar, Benita… Y bien que se agarró al santo de la salvación, que acabo bautizando a este hombre bueno, Ramón.
Hace
45 años, que llegué a San José -decía- guiado por una estrella que se llamaba
Marta. Fue un amor de Romeo y Julieta. Un amor de verdad, uno de esos amores,
que mueven montañas, familias y hasta el mundo. Ellos fueron fieles a su destino
y en la pizarra de su vida pintaron con trazos de esperanza la felicidad y se vieron
bienaventurados llenos de hijos y responsabilidad social, una entrega de amor
con la comunidad y los suyos, como si en la tesis de sus vidas, estuvieran
destinados a consolidar el destino de una aventura de plenitud y ejemplo.
Me
encanto la frase del rumor del pueblo de que Marta es más conocida en San José
que la casa amarilla y es que detrás de un gran hombre hay una hermosa y
luchadora mujer, o la anécdota de cuando la vecina de más allá del barrio, le
identificó como el marido de Marta, y le dijo al tío Ramón que, si en casa no había
televisión, cuando la floritura de hijos. Y el tan socarrón como su padre,
-Miguel- comentó que, si había televisión, pero no le daba tiempo de verla.
Ramón
mantenía de pregonero un tono cercano y pleno de padre de familia, abuelo
ejemplar, marido afortunado, amigo de las generaciones, símbolo de comunidad,
ejemplo de constancia, hombre de responsabilidad social, pilar de la religión
de calle. Justo y generoso con su tiempo, brindando siempre la paz como bandera
solidaria de luz para todos. Que amor de hombre, orgullo de sociedad, un
compromiso más allá de lo natural. Una gracia forjada y recompensada en actitud
constante y divina.
Y
tubo tiempo de hacer un repaso de historiador a la plenitud auténtica de un
barrio. Del siglo XVII y su esplendor a través de los personajes, el deporte,
la música, la cultura, la idiosincrasia de vivir en la ladera des urbanizada. Entre
escalones y callejones abruptos, entre pobrezas y esperanzas, entre la droga y
el abandono, entre palomares y gritos de angustia de vecinos desequilibrados.
Ramón es a San José, el santo varón de su ejemplo. Padre, esposo, consejero y figura
social de compromiso responsable con la vida y la comunidad. Tubo tiempo para
interpretar el santo que festejaba, hablar de la figura de San José, un padre
que no salía de su asombro al ver, a su mujer concebida por obra y gracia del espíritu
santo. De una santidad bíblica de una categoría inusual, de verse en la
sencillez de lo paterno en una parroquia que sobresale por tamaña historia
atemporal, porque San José sigue siendo un barrio periférico del cono sur, allá
donde se cruzan los caminos, de la ciudad antigua de Vegueta, con las viejas y
olvidadas plataneras y planicies de San Cristobal, un lugar donde la sociedad
perdió el miedo a vivir en los riscos de la capital, aprovechando la luz que
ilumina la abundancia abajo, para socorrer a los pobres arriba. Donde la iglesia
que todo lo puede, desplazó el cementerio de los ingleses y sus credenciales para
dormir el sueño eterno de sus huesos en una tierra de bienvenída al sol del
naciente.
San
José sigue siendo el barrio pobre de rica historia, sigue siendo el paseo desordenado
de “rompe muelles” de baches y favelas coloreadas. De mirada indiferente con viejos
edificios coloniales. Con un eucalipto en su plaza que revienta siglos de vejez
y juventud, que ha llorado y festejado al santo. Que a enarbolado la sombra de
la paz y la esperanza de un mañana más digno. Y ello, la mirada al mar siempre
patente, al atlántico, y a la Vega, una vega entrañable que hacía la mirada
serena desde un balcón encantado de la capital de otros tiempos más fértiles.
Ramón
nos lo recordó todo, lo recordable y en su memoria queda la esperanza de la
bondad, agradeció todo a los amigos y a los mas separados emocionalmente, gritó
paz para la comunidad, sumar lo que une, abandonar lo que separa. Realzar y
festejar el símbolo del barrio, su santo. Hombre valiente, tenaz con las
necesidades y comprometido con la sociedad como soporte de valor y humildad.
Tío
Ramón que orgullo escucharte y ver tu linda familia regalo del amor de Dios.
San José estará orgulloso de tu persona. Viva San José, sus vecinos y sus
fiestas.
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