El
sonido del agua en las torrenteras de las laderas, los saltos desde los riscos
como puñales plateados que se dejan caer buscando la libertad y el cauce.
Miguel miró a los a la cresta de los picos, apenas en el resplandor dormido de
la mañana, escuchó el magullar de un gato que avisaba desconsuelo -tal vez
hambre de caza mojada- la noche fue larga y pocas veces suceden las oportunidades
de cena, los ratoncillos son seres esquivos y permanecen escondidos en las yerberas,
o en los alpendes de los animales al
calor de las bestias, los gatos también, pero la poca lumbre es aliada de los
seres más pequeños que se esconden en las sombras, y afuera la noche fue serena
de agua.
En la aurora, después de calzar las alpargatas y recordar el sueño, se puso en marcha
. con una de aquellas bolsas de plástico -sacas de guano antiguos- vacías, se hizo una capucha tipo caperucita y con un saco de hilo de forro interno, tomo el sacho y recorrió las escorrentías y desvíos los desprendimientos corrigiendo los cauces, el agua que estaba entrando en el estanque y los aljibes era limpia y alegre, recordó la bendición de los elementos, el agua es vida, es la fuente de la supervivencia, es el bien mejor preciado, su cuidado y vigilancia debe ser un bien de la comunidad, -recordaba el consejo de su padre- tenemos riego para el verano, calculó la tranquilidad de las cosechas de hortalizas y los frutales, para llevar al mercado, obtendría buena remuneración y tal vez para san Pascual, le podría tocar la suerte.El
andar despacio y observador, le llevó hacer un balance de lo caído durante la
noche, la tierra estaba empapada, aunque los inviernos eran generosos, el comienzo
de las primeras lluvias de otoño dejaba
ese olor a tierra mojada indescriptible, una especie de sudor a suelo, a roca,
a malvas, a olivos mansos y acebuches verde oscuros, a cortezas de tabaibas, y
pitas azules, era un concierto de sudores de la tierra, una locomotora de vapores
minerales y naturales y todo ello era la gracia de un despertar a la luz del
día. a la suma del riego en la madrugada.
Miguel
se sintió feliz, era una emoción contenida que desconocía en su frecuencia, pues
se presentaba constantemente en los albores del día, en las miradas tiernas a
la belleza rural, en el camino de vuelta por la umbría le trajo a su madre,
Rosita amador, unas flores silvestres, ella era una mujer buena, bondadosa, tan
sabia como las estrellas, tan dulce como la pulpa de los higos maduros, Rosita
cuidaba velaba, cosía, aconsejaba, atendía a cuatro niños, que pronto se
echaron fuera, dos machos y dos hembras, Antonio, Miguel, María e Isabel. Fue un
magnífico dúo de parejas que pario con Antoñito el Sajorín, el hombre consejero
de la bondad.
Hombre
tranquilo, curandero de hierbas, sanador de palabras cálidas, de los que hablan
poco y observan mucho, los de las frases para enmarcar con la sabiduría de
quien piensa lo que va decir, un testimonio de luz en la ignorancia opaca, su
fiel consejo era virtud, que buscaba alivio en los vecinos que acudían a su
terapia de vecindad, a sus problemas rurales y desgracias terrenales. El Sajorín,
traspaso y apaciguó a muchas personas, que llegaban desde el Valle de Casares,
o de las cuevas negras en San Roque, que subían desde la Higuera Canaria o
bajaban de los cuatro caminos del Palmital, buscando recetas milagrosas para sus
males.
Miguel
aprendió pronto a tocar una alegre bandurria, era dinámico y jovial, estaba en
la edad de la floritura y tenía que buscarse una mujer buena como su madre,
sabia, como su padre. Entonces pensó que lo mejor era buscar oportunidad en los
bailes de Taifa de las cuevas, tal vez para San Pascual, pensó. Le había echado
el ojo a Benita Suarez, en los bailes de San Roque, adivinaba que el corazón se
le aceleraba con su presencia, con su mirada entera, con su hermosa y serena lozanía,
nunca se equivoca el corazón de los hombres, si la magia del amor sacude con frecuencia
inesperada sus días y ella quiso el destino que compartieran sonrisas, respeto y
complicidad…
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