lunes, 26 de septiembre de 2022

AL BAILE CON UN MECHÓN

 

Antonio Ramirez, era el mayor de los hermanos le seguía Maria e Isabel siendo Miguel el más pequeño de los cuatro, la vida en los años 20/30 era dura, había que trabajar mucho y el sudor se compensaba con “perras chicas”. Su padre. Antoñito Ramirez el Sajorín – mi bisabuelo materno- trabajo en la finca de los condes que tenía en el barranco de Graciaruiz, había una pequeña hacienda con almacenes de empaquetados, Semilleros, Cuartos de aperos y una distribución importante para el núcleo de la finca, a la que acudía los Condes varias veces al año, Tenía una pequeña ermita en honor a San Nicolás, donde los vecinos acudían puntualmente a las funciones religiosas de curas que recibían encargos con gulas que el conde suministraba, Antoñito se había ganado el respeto de los señores, pues la infinita sabiduría que le dio la experiencia en la vida, la uso, como realización personal de obediencia y bondad, valores que transmitió a sus hijos desde pequeño a los que intento llevar por el camino correcto de la ejemplaridad.

Miguel y sus hermanos se criaron libres y responsables en el barranco, y la naturaleza de las acciones, los llevó a cada uno en la línea de sus anhelos

. Miguel tenía un buen conocido de infancia en la solana del Lomo el rayo, -topónimo adjudicado tras una tormenta accidentada en la antigüedad- en el otro barranco, el amigo Pancho verde un hombre risueño de nacimiento, esa extraordinaria cara simpática que le regaló la vida, alguien al que mirabas, aunque no lo conocieras y te sonreía por inercia. En realidad; Era la expresión de su boca y esas muecas, tan simpáticas y naturales, unos hoyuelos en las comisuras de la boca, que le daban una sonrisa eterna y desenfadada, estuviera triste o enroñado. Pancho instruyó a Miguel en el punteo de la bandurria, que compró en la calle Triana tras unos intensos ahorros. las noches de ronda en la solana, San Roque, Garcia Ruiz, La pepina, el aprendizaje y la juventud los fue juntando, y en las artes del amor fueron buscando las mozas por los pueblos. Aquellas que la suerte, la mirada y el flechazo enviaba dardos de pasión y deseos

Miguel recorría de la seca a la Meca, los caminos que unían los pueblos, llevaban y traía, conversaba y negociaba, con todas las posibilidades de subsistencia, lo mismo montaba un ventorrillo en una fiesta de pueblo, que recolectaba yerbas medicinales, para su padre. Años después de su muerte, vino a especializarse en la medicina natural, con los recuerdos perennes que le afloraron de las habilidades curanderas de su antepasado, pero Miguel era joven y soñador. Y a los bailes de San Roque los ranchos familiares bajaban los caminos del paredón, las retamas, los picos, las tosquillas, El Rincón y apuraban las noches de verano y la luna llena, y cuando la noche se ponía oscura por alguna nube no invitada, el mechón encendido con petróleo alumbraba entre risas y observaciones cotillas los andares rurales.

Y la alegría junto un puñado de suerte, y en los dominios del Conde en el valle de las Palmeras, los cánticos, se juntaron con los punteos y las miradas con los deseos. En una esquina del llano de la era grande, delante de la Iglesia de San Roque. Benita, Carmen y francisca, sonreían a los tocadores. La más guapa era Carmen, hermana de Benita una mujer radiante, ligera de boca, con un cuerpo atractivo, tenía locos a todos los hombres del Valle San Roque. Que rondaban de pase en pase la frescura alegre de la muchacha, Benita y Francisca eran más recatadas y se guardaban de decepcionar miradas, pues en sus corazones los tocadores eran sus elegidos moradores.

Y el más alegre del barrio de las apuestas y las trompadas. Juan Morales, le dobló la esquina, con su gancho juvenil a Carmen, la zarandeo en el baile con talento y desparpajo y Carmen cayó en sus redes atrapada por la gallardía y la tiranía de un varón y el destino los siguió juntando y peleando hasta su muerte, casi un siglo después.


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