sábado, 28 de enero de 2017

MEMORIAS DE MAURITANIA




El océano atlántico en estas costas es manso y sereno, rodar por la playa es otro de los placeres reservados del mundo, no un corto trecho, si no ochenta o cien kilómetros ondulados, de olas que te acarician, de arenas que te abrazan, de fragancias marineras, de paisajes de soledad, de viajes en el tiempo, de cayucos en espera, de pescadores azotados, de vigías que desesperan. El gran mar te atrapa y te invita a volar sobre la faz de sus aguas, cual gaviota pasajera, te pone en orden la mente y la añoranza, te libera la carga y te atiborra de pasiones encontradas


Hay un trecho de playa donde las dunas son acantilados de esbelta altura, donde el color de la arena mojada sube del dorado al blanco de las crestas de las montañas, es ahí donde empiezas a palpar la grandeza de la soledad y la belleza de la creación, donde sientes la fortuna de estar de intruso en un escenario de la tierra, cabalgando como jinete del tiempo, la mirada y la recepción se abstraen y minimizas la grandeza del lugar. Es después de volver una y otra vez, cuando reparas en el detalle, cuando escudriñas el paisaje y buscas lo desconocido. Acampar en la playa fue un agradable acierto, tener de testigos el océano de frente, la playa de costado, las dunas de almohada y el cielo de carpa, es un gozo para saborear. Pocos se atrevieron al milagro y desafío de purificarse en el océano frío fue un placer mitigar en el espacio de los pobres. 

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