El
domingo de ramos iniciaba un año más el culto a la cristiandad con el recuerdo
de una crucifixión, era el pasaje de unos episodios que se vivían en la comunidad
con una fuerte dosis de pasión y respeto. La vieja imposición de la iglesia y
el estado ayudaban a que el arraigo al culto se convirtiera en una carga
impositiva de actitud ante la vida. Todos vivíamos amparados bajo una vigilancia
y custodia de la manipulación religiosa de un Dios misericordioso que dio su
vida por nuestra salvación.
Benita
se agitaba la semana antes organizando la vida en la familia, los tíos,
anunciaban sus quehaceres y pronto salía la abuela para amenazar con cariño que
la semana santa era sagrada, que no se podía dar un palo al agua, ni coger el
sacho para las tierras, que eso era un pecado mortal, que tuviéramos respeto y
amor de dios. Pero evidentemente los jóvenes no entendíamos el sacrificio
impuesto por alguien que no conocíamos y que había que adorarle y rezarle para hablar
con él, bajo amenaza de pecado, que tendríamos que confesar ante un señor -poco
fiable- detrás de una ventanilla.
Los
más pequeños entre los que me encuentro, sentimos poco raciocinio de entendimiento
y nuestra actitud era una anarquía disimulada en el pensamiento y la palabra, compartir
por una impositiva obligación, la postura del poder de la iglesia sobre el
pueblo. Acudíamos con la supervisión de nuestros padres a las misas excepcionales
de la semana santa, y todo era recogimiento y fervor apasionado, entre miradas atrapadas
en maldad y pensamientos impuros.
Aquella mañana de viernes, la radio gritaba un funeral tremendo, había muerto alguien importante -No- habían matado a alguien importante, lo habían crucificado y expuesto en el Gólgota junto a dos malhechores, pero este Jesús era buen hombre, era libre, era poderoso de humanidad, era cercano, era amor y sufrimiento, lo hacía para salvarnos. Que tragedia cargar tremenda responsabilidad. Y entonces aquel locutor de la radio, comenzaba con la primera palabra. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” y seguía repitiendo una de aquellas últimas siete palabras de Jesús, mientras en un acto iluminado de pasión explicaba un sermón de contrastes, parábolas, hechos históricos y pasiones humanas para llegar retumbando a nuestros oídos atentos a nuestros miedos y corazón encogido
.Nadie
de la familia, hablaba alto, nadie hacía ruido, nadie osaba interrumpir aquel
duelo latente de voz potente y amenaza humana, de un Dios que había muerto una
y mil veces más para recordarnos su amor… La abuela Benita, se ceñía el pañuelo
una vez más con cara de tristeza -recuerdo el delantal de cuadritos blancos y grises
en primavera, el negro o marrón en días de luto- era un poema la actitud de
esta mujer ante el aniversario de la semana santa, el Sermón de las siete
palabras se me grabó a fuego en mi alma de niño y el de un Dios temeroso, capaz
de castigarme si no entraba por el aro de una iglesia egoísta y manipuladora, Y
entonces el locutor soltaba, “hoy estarás conmigo en el paraíso”, La segunda
palabra como la lotería cantada de Navidad, una retahíla anunciando nuestras
debilidades, nuestro carácter, aquel señor era un artista en la doma de las
audiencias, tenía una conexión especial con la palabra católica y los
aconteceres de la vida de Cristo. Y el silencio y recogimiento nos trasportaba
a un mundo oscuro donde no había salida, había tristeza perenne, aquella semana
era el tiempo más largo de nuestras vidas y teníamos que hacer el sacrificio,
de entenderlo.
Y
así el rosario del Sermón de las siete palabras se me quedó grabado en mi alma
de niño. El sancocho canario, nos daba el permiso de la iglesia para amortizar
la pena en la comida por supuesto la carne previo pago de la gula totalmente prohibida.
Era un clásico que sobrevivió aquellos tiempos de pobreza espiritual y
material. Hoy continúa en muchos hogares, más por la tradición y la variedad
alimenticia que viene a colación, de una religión laica relajada de imposiciones
y actualizada en contenido.
Me
quedaré con la última de las siete palabras, por la entrega en la derrota de un
sufrimiento atormentado, “En tus manos encomiendo mi espiritu” El mensaje acabó
con una muerte anunciada. Sufrida con testigos y maldades, con lavado de manos
y problemas de otros, con mensajes profundos y con enaltecida fortaleza en el
amor, único elemento comprensible y sobrenatural que queda en nuestra supervivencia
terrenal.
Aniversarios
que nos marcaron nuestras vidas.
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