Con el patente recuerdo de los buenos inviernos nos íbamos a la cama, a refugiarnos acurrucados bajo las mantas, que todas eran pocas, mientras escuchábamos la lluvia serena que venía azotarnos cortina tras cortina en la madrugada. Mientras los mayores, la tarde anterior con la barrunta, miraban al cielo y a sus presagios o cabañuelas y se dedicaban a virar las tornas, a recoger el oro líquido que regala el invierno. Con algo de suerte llenarán los aljibes o dejarán los estanques bien rebosados, aunque algunos de los grandes de cuevas, hagan bastantes horas de agua. Y si es cierto que los barrancos no han corrido en años, a lo sumo una gota fría de esas bestias que localizada en un punto determinado arrastra, todo a su paso. Pero ese destrozo, no es el de una noche de agua, las noches de agua, suelen venir con nieve, con viento suave o borrascas puntuales, que traen mucho frío y el cielo se torna gris oscuro y llueve fácil. Y el frío nos recuerda que probablemente este nevando en la cumbre. La sensación es indescriptible, pero se ha repetido a lo largo de mi memoria, tal vez sin quererlo este echando mis cabañuelas, también. El regocijo del campo y de los agricultores siempre es agradable, pues el agua nunca es mucha, si el cielo la regala. Lo que, si me atrevo a decir, que cada vez el invierno llega más tarde y a destiempo. En cualquier caso, una noche de agua, se agradece hasta para la sensación gratificante del sueño.
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