Aún anonadados en
la caverna de la observación —espectadores más que actores—, sentimos agitarse
en nosotros esa cansina sensación de “más de lo mismo”: atascos
administrativos, falta de lucidez e ideas, compromisos latentes, proyectos sin
definir; falta de ética y exceso de complacencia. Pan y circo para el pueblo,
dicen los antiguos. En el lenguaje del barrio, significa estar pegados al
sillón del poder, con el pasaporte sellado hacia el pelotón de fusilamiento.
Sin embargo, se
respiran corrientes de cambio. Se escucha la voz de los otros, el eco que
sacude los barrancos. Primero en las sombras, en murmullos de esquina; luego,
en la recomposición de los viejos sistemas de defensa democrática. Todo
comienza con el poder de la palabra: la iniciativa, la denuncia, los medios. La
tertulia, suma de pensamiento y acción; la cultura, motor de diversidad y
excelencia; el deporte, impulso de juventud, aspiraciones y retos.
Valsequillo tiene poder y deber. Tiene una tesis y una reflexión: la responsabilidad de generar el cambio. Desde la pluralidad gentilicia, desde la juventud emergente —preparada y digna de asumir los retos—, debe abrirse paso, un nuevo tiempo. Los viejos valores y formas de gestión han de ceder el paso a las virtudes frescas y las acciones honestas. Somos un pueblo de medianías, habituado a la generosidad y el talante. Pero hipotecar nuestro futuro en el juego del favoritismo y el compadreo es dilapidar las oportunidades de un pueblo más digno.