domingo, 26 de octubre de 2025

PASO DE LA MULA

 


El registro de la toponimia de los rincones del paisaje de Valsequillo acaba manifestando encuentros, sucesos cotidianos o elementos naturales que destacan en su hábitat. Desde siempre nos llaman poderosamente la atención estos sitios que, con el tiempo, van perdiendo su identidad por falta de comunicación y uso; la mayoría de las veces, por la desaparición de quienes usaron su nombre para señalar el lugar en cuestión.

Para quienes gustan del descubrimiento —la aventura del saber o la curiosidad de descubrir—, añadimos ese catálogo de nombres a una lista de la memoria, que supone además una garantía: preservar aquello que el olvido constante trata de borrar con su poder silencioso.

Arriba, en las cumbres de Botija —la cadena montañosa que muere en altura y desciende hacia el sur—, se encuentra un lugar mágico, un balcón impresionante que actúa como frontera natural con el vecino municipio de Telde. El pinar de Valsequillo, muy frecuentado en el pasado por la actividad ganadera y agrícola, es hoy apenas un lugar de paso, atravesado por una cochambrosa pista de tierra que zigzaguea remontando desde Las Haciendas por el viejo camino sur de la cumbre.

El Piquillo, Cañada Las Mimbreras y la Mesa de Los Alfaques componen la capital de altura de este espacio valsequillero. Antiguamente, fue lugar de siembras y ganado en abundancia, ocupando el Cercado Viejo, Las Mimbreras y la Cañada Botija. Desde que, en 1954, don Emilio Fillol, a través del Cabildo de Gran Canaria —siendo presidente don Matías Marrero—, decidió la plantación del pinar en estas montañas peladas que peinaban con viento los pastos, se creó el microclima perfecto de la cuenca de Valsequillo, donde cobijar en el futuro las nubes como una red natural, gracias al fenómeno del alisio.

Los años han pasado, y estas cumbres, ahora frondosas de bosque y silenciosas, cobijaron plantaciones y montes abundantes para el ganado trashumante. Para acceder al lugar, existen cuatro caminos bien definidos desde los barrios. Paso de los arrieros y lecheros, agricultores de altura que recolectaban grano y atendían su ganado. Algunos pasaban meses arriba, sin bajar al pueblo.

Está el camino de la cumbre más al sur, que sube por Las Haciendas y se entrelaza con la actual pista de tierra; el camino de Las Retamas o Retamilla, que asciende por Casas Blancas; el camino de Los Espigones, que se bifurca en Casas Blancas hacia la derecha, en dirección al Paso de la Mula; y el camino de Los Alfaques, que subía a la mesa desde la zona alta del pago de Tenteniguada.

El Paso de la Mula siempre ha sido un lugar mágico en la altura. Allí, entre los andenes de pinares que cuelgan de este palco natural, avanza el camino por el precipicio, aferrado al andén como un paso histórico de balconada. Recorriendo con la mirada la cuenca del municipio, en medio del risco uno queda atrapado por la majestuosidad de la montaña. El murmullo del viento y una melodía de bosque olvidado ofrecen sombras y nubes abundantes a partir del otoño.

Allí, los arrieros y pastores charlaron de la aldea de Valsequillo en el pasado. Los guirres y cernícalos marcaron su territorio de altura y paz.


Modelar la luz de las palabras

 

Mientras la memoria indaga en los archivos y la respuesta llega en forma de reminiscencia de reserva —como una noticia convertida en cuento o un suceso transformado en fábula— los clasifico como la crianza de los recuerdos: un filtro temporal donde el pasado reposa para que el tiempo le quite las asperezas y lo convierta en pasaje o en relato clásico.

Me encanta esta parte del proceso, cuando las cosas se manifiestan con la calidez de una memoria llena de imágenes y películas. Repasamos en cámara lenta, filtramos, eliminamos los espacios muertos y los comentarios vanos; enriquecemos los colores, iluminamos los contrastes y reescribimos un nuevo guion —atractivo, tierno, romántico— con una cadencia que invita a la lectura sencilla.

Un mensaje encriptado de verdad, decorado con el jardín de las palabras bonitas, donde la poesía se acerca a la prosa elaborada de emociones y detalles que enhebran recuerdos, reacciones y conversaciones. Allí, el paisaje se vuelve bucólico y traspasa la imaginación, haciendo florecer los recuerdos: un sortilegio de palabras labradas para el entretenimiento del alma.

Mirar hacia esos adentros mentales, en cualquier pasaje de la vida, obliga a convertir el archivo interior: extraer el resumen de la vivencia, redecorar los espacios vacíos, resumir y condensar el contenido para darle fuerza. Es el ejercicio de usar las palabras precisas y estructurar de nuevo el reto de la creación literaria, como un albedrío nacido de una inspiración entrenada para improvisar.

Es la insistencia de la luz la que cambia la manera de ver el paisaje; los contrastes se duplican según la exposición de la mirada. Un Monet de pinceles finos y mente iluminada, una imaginación llena de paletas de colores: desbordada, lúcida, viva.
Un canal que permite el desagüe de la convicción narrativa, que no necesita guía ni temario; solo libertad creativa, para adormecer, clarificar, enredar y jugar con las letras. Letras que despiertan el entusiasmo del jeroglífico literario y buscan un nuevo amanecer.

En las tesis infinitas del vocabulario habita el bruto de las conspiraciones escritas: la habilidad de usar criterios y artimañas, siempre que cumplan los beneplácitos de la intención. que llevan a alguna parte, como un tren encarrilado en vías infinitas; en el trayecto contemplamos paisajes, descubrimos realidades paralelas que elevan, sacuden el pensamiento y limitan el lance del objetivo; una perla de conchas prehistóricas, dormidas y relucientes, en exhibición de corrientes marinas esporádicas y reveladas.

Soltar las riendas no necesita guion; apuntar intenciones solo requiere motivación y pericia. Esta exposición agudiza el ingenio como práctica de ensayo, como alegoría lectora cargada de intensidad narrativa y prosaica. Es el escaparate del placer de las lecturas, el juego de las letras que se encarrilan en frases elaboradas por el pensamiento.

Luego de la intensidad, sentí regocijo en el alma y orgullo en el pensamiento: Razones para querer y poder, para jugar y conjugar las emanaciones de una escuela de autores anónimos, héroes de un destino implacable con lo vivido


sábado, 25 de octubre de 2025

MALECONES EN EL RECUERDO

Ayer crucé una tertulia agradable con una vecina de Valsequillo que llegó al municipio hace ya 53 años. Venía de La Gavia, y lo curioso es que su recuerdo —como el de un niño— sigue intacto desde que se casó, siendo muy joven, con un señor del pueblo. Juntos emprendieron una nueva aventura al otro lado de las montañas.

En aquellos tiempos, Valsequillo era una puerta abierta al futuro, un cruce de caminos para enlaces entre latitudes y vecindades. Para los jóvenes y niños de los años setenta, venir aquí se sentía más cercano a nuestra ideología rural que bajar a Telde, ese núcleo más adelantado socialmente, casi como una capital lejana.

Eran años grises de despertar, donde nos sorprendía lo profundamente agrícola que era este pueblo, dormido entre sus propias tierras. Destacaba, con porte solemne, una iglesia grande y poderosa, que marcaba el ritmo de la vida al son del tañido de sus campanas. La ruralidad, apenas abrazada a un viejo cine descascarado por los costados, dejaba entrever los sillares de tosca de su antigua construcción. Una plaza custodiada por una araucaria esbelta y centenaria, y unos edificios coloniales anclados frente a la iglesia —como si siempre hubiesen estado allí, amarrados a la esencia fundacional de este Macondo valsequillero— daban forma a la escenografía de lo cotidiano.

La vida se despachaba en unos pocos servicios: tiendas de aceite y vinagre, herrerías, zapateros, panaderías… Apenas unos cuantos cafetines que, según la hora y la necesidad, se convertían en bares de paso urgente.

Alguien tuvo la idea de plantar cipreses intercalados a lo largo de la calle nueva, esa que conecta la iglesia con el cementerio, junto al Calvario. Como si quisieran trazar, con velas naturales, el poema del camino hacia la salvación y el porvenir de la humanidad.

El descubrimiento de aquel pueblo era, la mayor parte del año, una tristeza callada. Bajar a Telde antes de 1940 o subir a San Mateo después de 1960 era, para los jóvenes que buscaban nuevos retos más allá de la cuenca, una verdadera aventura.

Valsequillo ha tenido 54 alcaldes a lo largo de su historia, y todos —salvo contadas excepciones— han convertido la política del pueblo en un despacho personal, en nombre del poder que les otorgaba su capacidad organizativa. El egocentrismo de sus aptitudes ha dañado profundamente la posibilidad de generar sinergias fructíferas. Y eso, traducido al desarrollo local, se manifiesta en una lentitud exasperante, en una ineficacia de almanaque, donde lo único que se salva son las fiestas, como expresión de culto y deber.

Mis primeros recuerdos de Valsequillo siguen siendo los de una triste carretera de malecones, abierta a pico y pala entre barrancos. Quince minutos de radio, con noticias locales, que emitía —en conexión directa y telefónica— el recordado Jacinto Suárez Martel. Una iglesia grande, orgullosa de proteger al santo que luchaba contra el mal endémico y social, olvidando, quizás, el poder que ejerce a su antojo. Paradoja perenne.

Aquel pueblo es continuidad de este, aunque evidentemente cincuenta años han permitido que la invasión venida de fuera encuentre aquí su paraíso de facilidades, viviendo a sus anchas, en condiciones que sangran a lo local.

Pero hay un recuerdo que nunca se me borra, una llama viva en mi memoria: la revolución juvenil del grupo Almogarén. Ellos izaron la bandera del “basta”, y dijeron: “este es mi pueblo y quiero moldearlo con sabiduría, con acción solidaria, con libertad competente”.

¡Cuánta falta hace hoy otra revolución antisistema local! Una que venga con la energía juvenil del poder de la renovación y la empatía hacia otra realidad.

Este Valsequillo se merece lo mejor.

 

sábado, 18 de octubre de 2025

LA NIEBLA


La mañana despierta con la melancolía jugosa de las pompas de jabón, buscan concentrarse como invitadas a una reunión multitudinaria de su esencia, nubes esponjosas suben lentamente ocupando los barrancos, y borrando un paisaje seco, el silencio va callando las exclamaciones del vacío, se retuerce en los costados de los muros, trepa por los riscos y cercados; acaricia los árboles como una balada en otoño, un murmullo de caricias invisibles tan solo percibidas en el tacto y la visión,  Es la antesala de algún acontecimiento prehistórico que recuerda hechos, las misivas de un cambio de ciclo, tal vez; la invasión silenciosa del poder de los dioses de la niebla, conjugando el paisaje, atrapando la luz con un velo de seda blanca espeso de tupidas colmenas microscópicas, que caen por seducción intrépida.

Primero avanza extravagante, inerte, con una magistral sensualidad agarrando espacios y soltando su asfixia tenebrosa de poder, avanza como una serpiente herida y hambrienta, con el silencio como escuadrón disciplinado, avanza y borra el paisaje, una pizarra muerta blanca va quedando bajo el traje de novia, con la que se ha disfrazado, y su poder se llama nada, todo a quedado en nada, una nada envuelta en sabanas blancas de acolchados terrones de azúcar gasificada.

El aviso no se hizo esperar, el paisaje quedó fantasma, exhibiendo sus siluetas apenas visibles en la cercanía, la humedad enfrío el aire y comenzó un llanto fino y perenne a colarse en el ambiente dormido, aletargado, invadido por esta faz de cortinillas de aire contaminado de tintes blancos que invade a destajo, que calcifica la mirada y deja un rastro invisible de antojo otoñal. Las plantas aplaudieron, las tierras buscaron el mejor asiento ante el espectáculo natural de una invasión aérea sobre sus secas pieles curtidas, todos cerraron filas ante el acontecimiento, y lloraron en compañía el suceso, lágrimas que escurrían los troncos, los tallos y las hojas, era una avanzadilla de un otoño esperado, los caprichos del aire viciado de ternura, el ejército de salvación y renovación de la fe, en la tierra madre, el cuarto elemento y su poder de seducción.

Ahora llueve tiernamente, polvo de agua; pero el manto blanco avalan su intención de refrescar el paisaje, de sellar el pacto de una bendición natural, la alegría colectiva acude a la mirada de un paisaje que se sacude de las tinieblas, alegre de la esperanza de ser atrapados por la pasión de la borrasca, es brillante la luz se oculta tras la cortina blanca, no quiere interrumpir la tregua del llanto, la intención del sueño otoñal y da paso a la gloriosa calma de la parsimonia por imposición del paisaje aletargado de sueños y melancolías.

Ahora recuerdo, esta sensación de regocijo, son vagos episodios de niñez, descalzo, jugando con el agua de las escorrentías, mientras el frío, quería ser amigo y se dejaba acariciar sin molestias, ni abrigos. Recuerdo los caracoles y su abundancia, de pronto, todos aparecían como llamados a una manifestación de trabajo, una zafra de babosas cubriendo todas las paredes y rincones, antenas detectando su espacio y tiempo de revelación.

Ahora recuerdo el cobijo acorazado del hogar, el asilo dormido de la manta, el sueño del letargo sanador, la melancolía de pasajes olvidados, todo tiene memoria, todo se fragua en silencio, es el poder de la niebla, del fantasma de los recuerdos escondidos en la reminiscencia.

 

 

jueves, 9 de octubre de 2025

Algo está pasando en Valsequillo


Estos tiempos confusos que atravesamos en las medianías son reflejos del pasado, calcos de una historia que insiste: los que gobiernan a su antojo y los que resisten los despojos. Es como si ya hubiéramos vivido este mismo hartazgo en otras vidas, un bucle que repite su formato y sacude, una vez más, la génesis de la revolución social.

Aún anonadados en la caverna de la observación —espectadores más que actores—, sentimos agitarse en nosotros esa cansina sensación de “más de lo mismo”: atascos administrativos, falta de lucidez e ideas, compromisos latentes, proyectos sin definir; falta de ética y exceso de complacencia. Pan y circo para el pueblo, dicen los antiguos. En el lenguaje del barrio, significa estar pegados al sillón del poder, con el pasaporte sellado hacia el pelotón de fusilamiento.

Sin embargo, se respiran corrientes de cambio. Se escucha la voz de los otros, el eco que sacude los barrancos. Primero en las sombras, en murmullos de esquina; luego, en la recomposición de los viejos sistemas de defensa democrática. Todo comienza con el poder de la palabra: la iniciativa, la denuncia, los medios. La tertulia, suma de pensamiento y acción; la cultura, motor de diversidad y excelencia; el deporte, impulso de juventud, aspiraciones y retos.

Valsequillo tiene poder y deber. Tiene una tesis y una reflexión: la responsabilidad de generar el cambio. Desde la pluralidad gentilicia, desde la juventud emergente —preparada y digna de asumir los retos—, debe abrirse paso, un nuevo tiempo. Los viejos valores y formas de gestión han de ceder el paso a las virtudes frescas y las acciones honestas. Somos un pueblo de medianías, habituado a la generosidad y el talante. Pero hipotecar nuestro futuro en el juego del favoritismo y el compadreo es dilapidar las oportunidades de un pueblo más digno.

viernes, 3 de octubre de 2025

OTOÑO DE ARADO Y BARBECHO

Aún en la frontera con el alisio, las tierras respiran el otoño crepitante del final de otro ciclo. Son ocres las paletas que embadurnan el paisaje de Valsequillo, y en las frondosas vegas de frutales los pájaros, hartos de fruta madura, aborrecen los atracones, picoteando a destajo, sin provecho, aquí y allá. Revolotean entre ramas de perales e higueras, entre cirueleros mollares del país, cargados de minúsculas ciruelas amarillentas y resilientes, cuya pipa se suelta con facilidad en la boca azucarada de hebras de pulpa.

Los barranquillos guardan la densidad del aire fresco que corre entre las umbrías dormidas al amanecer. Aquí la naturaleza nos recuerda el pasado aborigen: la supervivencia en la frescura del naciente, entre la cueva y el pedregal del risco, donde el ingenio humano aprendió a aprovechar los recursos naturales.

Como en la subsistencia primera, fue la necesidad la que ordenó antes, y la sabiduría de la supervivencia la que sacudió la suspicacia, agudizando el ingenio para vencer a los elementos. Nuestros antepasados explotaron la tierra en armonía laboriosa, escrita en sus genes, adaptándose a las épocas y a las costumbres heredadas. Tradiciones cultivadas en los pasajes del tiempo, donde la mirada engloba los acontecimientos. Ahora, en las tertulias parroquianas, resuena la sentencia: El tiempo está cambiando… Los días se hacen más cortos, amanece antes y más al sur… Las noches refrescan… Observaciones del comportamiento natural: la primera universidad de la vida. Escudriñar el paisaje y sus movimientos, reconocer la sabiduría de la tierra en las expresiones de la luz y los elementos.

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