En
el despertar de la aurora, el paisaje duerme la resaca de un sofocón de verano,
los alisios han sacado sus nubes a jugar al campo, como si del patio de un
colegio se tratase, mientras la gran masa guardián descansa en los costados de
las montañas; el piquillo, el Montañón, las cumbres de Tenteniguada, los
alfaques. Hoy es una mañana tranquila, de estas de junio, unos días con una subida
de termómetro, a sucumbido a los ocres del campo, se borro la pizarra del verde
y se llenó el tapis de los amarillentos. Ha habido un cambio radical, llegó don
verano secón y justiciero.
En
esta inminente bienvenida sin aplausos, las nubes más jóvenes, esas de 30, 40 y
hasta cien metros de masa húmeda, se han separado de sus madres, para bajar reptando
por las laderas a los recovecos del barranco, acariciar los árboles con su
pañuelo de humedad, acompañar las plantas más sufridas por el calor, el paisaje
es un laberinto de tierras y nubes sueltas y amarradas, la belleza de este
fenómeno no tiene desperdicio, es tan sutil a la mirada, tan amable, pensar que
es verdad que las nubes juguetonas bajan a jugar al patio con las plantas, no
pueden llover pero las acaricia y consuela.
El
despertar del sol es inminente, y en las montañas las nubes adultas llaman a recogerse
a los niños, tienen que volver del patio de los barrancos y dejar de jugar con
las plantas, no pueden andar por ahí cuando “el perico” salga y devore de un
resplandor toda esa humedad etérea, es peligroso cuando despierta y bien que lo
saben las adultas que optan por recoger a sus hijos e iniciar el ascenso a los cielos,
mientras en el horizonte los colores del fuego marcan el inicio de otra vida,
la de los que duermen y resucitan del sueño otra vez.
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