Miguel
nunca perdió la fe, ni la pasión, ni la ilusión, ni los sueños. Su padre
Antonio Ramirez “el Sajorín”, le inculcó la pasión y el sueño como bienestar
interno del pensamiento, como anhelo de encontrar un camino correcto con la
habilidad que otorgaba el conocimiento y la intuición. Y aquella intuición era
pura inteligencia al servicio de la necesidad. Había comprado unos zapatos
preciosos de charol negro en Calzados Quesada - Triana, para una futura y
posible boda, y en el intento de acomodarlos al pie, entendiendo que no era
tarea fácil. Sufría dolores de estrecheces. Entonces fue cuando se le ocurrió el
préstamo con lo del noviazgo de su hermano Antonio con Carmela. Ya lo cuento
más adelante en otras secuencias de los recuerdos, para no repetir cuentos
contados por la tía nieves, detallista en los momentos pasajeros.
La boda se iba a resolver el próximo domingo, Miguel había hablado con su hermana, Maria la Monja, Sor Maria Ramirez había hablado con el cura de San Roque, de cuyo conocimiento no tengo memoria, aunque evidentemente existió. Acordaron la boda como un acto de fe por amor, entre uno de tantos sacramentos brindados por dios. Y allí acudieron aquella tarde. Benita con su hermana Carmen y los chiquillos chicos Juan y Carmen, su hermano Domingo y su padre Manuel Suarez. María Pérez, su madre, estaba con una de aquellas crisis de memoria que no se hacía responsable, bajaron el camino de la pepina, y acordaron verse en la degollada los Picos, en graciarui, el punto más cercano para acompañarse entre risas y buenaventuras. Miguel miraba de reojo la belleza de Benita, Hermosa, lozana e integra. Que mujer más valiente, pues su vida soltera había sido puro amor servicial y familiar, con una responsabilidad personal que la elevaba a los soles.
Miguel
supo que cada momento de su vida con aquella mujer era un regalo de dios, pues
no existió mujer más inexorable, más hermosa de sencillez, mas equilibrada de
justicia, más cargada de la responsabilidad de la fe, mas sigilosa al
encuentro, mas cotejada a la armonía de la vida. Miguel lo sabía, por que tenía
los genes del Sajorín, un hombre que veía más allá de su voluntad, sentía más
allá de su razón, actuaba con la habilidad de sus conocimientos y la destreza
de sus dones.
Y
vino un perro, por el valle corriendo, entre tuneras, altabacas e incensios; Negro,
rizado simpático, con los ojos luminosos, la mirada noble y alegre y las orejas
colgadas a los lados, como hojas verdes de parras caprichosas, un perro
cariñoso que confundió o designó una nueva familia, aquel día, por error,
capricho o mensajero. O Tal vez, como pensó y dijo domingo Perez, con su
sagrado silencio y espontaneidad se le escapó el comentario, para suavizar los
espacios del silencio, del camino y el cortejo nupcial. “Benita, San Roque te mandó el perro para
enseñarte el camino y no te pierdas. El perro río y se le enredó en las patas a
domingo por bocazas de los deseos y venturas, que casi se da de narices con el
baldo tuneras indias, Juan Morales simplemente miró al valle y dijo “Este año
el palmeral está de dátiles, que va de trepadores”. Refiriéndose a los que
escalaban las palmeras para coger el fruto. Que tendrían trabajo.
El
valle de San Roque siempre fue una estampa idílica, casi bíblica, con fuentes,
rincones y palmerales, Tal vez porque la vieja y desgastada montaña de Las
Palmas, cerraba el circulo montañoso hacia el sur, dejando un amplio Valle de
palmeras y barranquillos escondidos, donde la vida se imagina agradable.
Evidentemente la luz y los espacios planos hacían de lugar donde plantaron la
Iglesia, -sacristía en las lindes Telde e Iglesia en Valsequillo- reuniera la
alegría de las fiestas en honor a San Roque y la Virgen de agosto, en tierras
del conde.
Allí
los bailes de taifas primero y verbenas más tarde encontraron un aforo señalado
en las noches del verano, los romances de todos los barrios aledaños -El
rincón, barranquillo Juan Inglés, la tosquillas, cuevas negras, valle casares,
la gavia, Rociana- encontraron excusa para el encuentro, los sacramentos de
bodas y bautizos una oportunidad para acrecentar la fe de la iglesia, en
aquellos tiempos la carretera abría el pasillo hacia el valle, a través de la
solana desde higuera canaria y la fuente de agua agria comenzó a dar una nueva
vida al núcleo de la plaza que era una continua parada y arranque de los
primeros camiones que cargaban el elemento embotellado para la ciudad
Los
abuelos encontraron en este punto la partida de su existencia marital, el sí
quiero, se tradujo en puro respeto y anhelos por el crecimiento de la familia.
Ya Miguel y sus contactos habían encontrado su primer trabajo en la capital, la
expansión de la isla en la construcción de las carreteras del centro y norte,
era trabajo seguro y mejor remunerado. Su luna de miel de antaño, -imagino- fue
con la estampa de la playa de las canteras, pues el abuelo había conseguido
alquilar una casita por el barrio obrero de guanarteme, su primer hogar
eventual. Benita suspira de emoción cuando vió el mar, por vez primera, ella
nunca había estado tan cerca, no escuchó la melodía de las olas, su avatar
contra las rocas, la inmensidad de su azul, le atemorizaba y su distancia con
el liquido elemento lo llevó con prudencia toda su existencia.
Aunque
no compartiera ávida su primera experiencia fuera de la Pepina, echaba de menos
el campo y la vida rural, como elemento más dominante, en pocos meses, apenas
el año y con la habilidad sencilla de una mujer entregada, Miguel ya le ofreció
Doramas, y el cambio deseado, el bosque de Moya -de San Fernando-, debió de
sufrir un encantamiento cuando lo conoció, en aquellas rutas turísticas de fin
de semana en “piratas” Benita se quedó prendada, del paisaje de tantos árboles
y tanto verdor, Me gusta ese lugar Miguel, tiene la magia que me contaste
cuando éramos solteros, recuerdas en el pozo del toscón.
Y
Miguel tiró con los bártulos y unos pocos enseres en un pirata, después de
encontrar una casita de chocolate que asomaba su cara al naciente del barranco
la virgen, con el pueblo de Moya abajo y toda la corte celestial del bosque y
sus duendes alrededor, confieso por boca de abuela, que nunca fue más feliz que
en aquel rincón de la isla. Años después -ya mayor- quiso volver a sus
recuerdos, a visitar aquel bosque encantado en el que engendró su niña Rosita,
pero nunca volvió a visitar su añoranza.
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