En los días de mi infancia
con más memorias, solo recuerdo pocos sonidos que me sacaban del tedio de una
vida triste de espera. -Había que esperar por todo- El tiempo era tan lento, que,
hasta el reloj, se conjugaba con la luz del sol para hacer más largas las horas.
Años lejanos de mi reminiscencia, que acuden a la nostalgia a pintar de gris
los sueños de nuestra infancia. En la caída de la tarde, escuchar los sonidos
de las motos a la vuelta de las jornadas de trabajo. Aquellas pequeñas cilindradas
que salvaban las distancia con mucho honor y exquisito brío de transporte
familiar.
Sonidos de rateo y mezclas de
aromas aceitosas de combustión forzada. Allí corríamos a la novedad de
descubrir el equilibrio sobre motos, o la estética del fabricante, que se
acercaba más a lo practico que a lo moderno. Todos aquellos conceptos fueron
dejando en mi pituitaria, ese tufillo de adrenalina motorista.
Muy alevín fui víctima de un atropello, en esa nefasta curiosidad de salir corriendo a la calle para ver las motos que pasaban. Fui testigo constante de las cruzadas heroicas, de los cuentos de entusiasmo en la tienda del barrio, de las rutas que dibujaban los mayores en sus tertulias, de aquellas risas envalentonadas con sus épicas aventuras, paisajes escondidos que saltaban a la vista de aquellos motoristas. -más pendientes que su moto, no trancara el pistón- que de observar la belleza de la orografía de las islas. Sucumbió en mí, el misterio de grabar el hito de la aventura pendiente, Y para ello, había que crecer, ir a la escuela, y volver a crecer un poco más, para buscar un piadoso trabajo para comprar la moto de las quimeras. Tristes sueños de la pobreza. Aunque el valor elemental que escapaba a toda cuestión paralela del pensamiento adolescente, era primero la moto, luego el mundo. Y más tarde buscaré la chica de ayer.
Pero quiero avanzar un poco
más al pasado anterior, a las primeras nociones de estos apuntes y pasiones en fase
de cuajadas, apenas recuerdos de un tiempo mudo. De gentes mayores y trabajos
forzados. De miradas serias y decadencias cotidianas, apenas contrarrestadas
por décimas de alegrías o privaciones. Y allí entre los albores del nuevo orden
de la vida encontraba la figura del abuelo, con su Moto inglesa, no era una
moto igual que las demás, no. Era una moto de verdad, sonaba diferente, los
colores eran más oscuros o negros. Tenía cierto aire respetable, y la elegancia
de haberse fabricado mucho antes probablemente de que el abuelo naciera. Eran motos
antiguas y asi se exhibían, rotundas, con la uniformidad de un traje caballeroso
o elegante, con colores de adultos y sonidos graves. Y en ese orden de percepción
comenzó a hervir mi tragedia, mi afección por las motos, comencé a entender que
una moto era importante, por que mi abuelo tenía una y paseaba, a trabajar o
gestionar la vida con ella. Y yo quería formar parte de su sueño, de los ojos
que viajaban en aquellas dos ruedas, del mundo que pintaba su evocación de
motorista. Tenía que ser maravilloso y aprovechaba para que me describiera
cuentos de otras vidas, que existían y eran como las películas de cine,
mientras el contaba con el sentimiento paternal de hacerme feliz en el
pensamiento. Aquella suerte de tener un abuelo motorista era un remedio a mi
infelicidad, era un alivio de aquella vida ingrata, que se negaba abrirse a la velocidad
de mi desespero. Cuando el abuelo dormía la siesta, la moto descansaba en el
patio sobre su caballete, cuando todos dormían, yo y mi hermano con sigilo,
subíamos a la moto, a veces la llevaba
el que era mayor, a veces yo, arrancábamos con el sonido de la boca y acelerábamos
cruzando el umbral del pensamiento, y ruteamos por un vocabulario fluido de
lugares con su toponimia oficial: El majadal, el paredón, el barranco de la pepina,
Vamos a ir a San mateo, y tumbamos de mentiras con la mente llena de metáforas
y la cara fría de la velocidad del aire, y el picoteo de los mosquitos. Que
ilusos y apasionados tan jóvenes.
Limpiamos la moto a todo
trapo, para que el abuelo, nos regalara alguna vuelta, que nunca se atrevió, advertido
por el reparo en la seguridad de sus nietos, más que por el consuelo de no hacerlo.
Y nos acercábamos a él como los gatos acariciando el rabo entre sus patas, para
decirle que cuanto corría la moto. Ahora reparo que nosotros realmente
queríamos la velocidad para que el tiempo fuera mas rápido.
Bien recuerdo la primera vez
que escuché el sonido y la percha de aquella “moto Inglesita” llamada Francis
Barnett. Estábamos en la finca de la Salud, variando aceitunas para recogerlas
para el mercado, a donde acudía mi abuelo con su moto y el porta equipajes colmado
de seretos de fruta. El a la vuelta, sobre las 11.00 H de la mañana, volvía a
la finca a embalar el trabajo de los tíos. Y mi querida madre, nos decían, Vayan
por la carretera -de tierra- a encontrar el abuelo Entre los olivos del espigón,
escuchábamos el sonido de la moto, que venía lejos pero llegaba y salimos corriendo
a su encuentro, cuando aparecía el abuelo con una sonrisa de emoticono, y nos
dejaba acompañarles corriendo junto a la moto, para volver con la familia a las
pegas. Entonces la alegría era doble, llegaba el abuelo con su moto y además nos
traía pan de leña de la panadería y aquel binomio era todo lo que yo deseaba en
mi infinita infancia de recuerdos grises. Su moto sobrevivió a su tiempo de
gloria, sus recuerdos tambien permanecen inmóviles, encapsulados en mi memoria,
el tiempo aquel sucumbió al encanto añejo de cruzar el túnel del tiempo y
traernos un infinito cariño y admiración por las motos de toda la vida.
Hoy esa moto inglesita, sigue
con nosotros es el abuelo motorizado quien nos susurra al oído desde otra
dimensión, cuando acariciamos su tanque o agarramos su manillar e interpretamos
su tiempo.
Mientras este tu moto se
mantendrá tu recuerdo vivo, abuelo…
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