En los días de mi infancia
con más memorias, solo recuerdo pocos sonidos que me sacaban del tedio de una
vida triste de espera. -Había que esperar por todo- El tiempo era tan lento, que,
hasta el reloj, se conjugaba con la luz del sol para hacer más largas las horas.
Años lejanos de mi reminiscencia, que acuden a la nostalgia a pintar de gris
los sueños de nuestra infancia. En la caída de la tarde, escuchar los sonidos
de las motos a la vuelta de las jornadas de trabajo. Aquellas pequeñas cilindradas
que salvaban las distancia con mucho honor y exquisito brío de transporte
familiar.
Sonidos de rateo y mezclas de
aromas aceitosas de combustión forzada. Allí corríamos a la novedad de
descubrir el equilibrio sobre motos, o la estética del fabricante, que se
acercaba más a lo practico que a lo moderno. Todos aquellos conceptos fueron
dejando en mi pituitaria, ese tufillo de adrenalina motorista.
Muy alevín fui víctima de un atropello, en esa nefasta curiosidad de salir corriendo a la calle para ver las motos que pasaban. Fui testigo constante de las cruzadas heroicas, de los cuentos de entusiasmo en la tienda del barrio, de las rutas que dibujaban los mayores en sus tertulias, de aquellas risas envalentonadas con sus épicas aventuras, paisajes escondidos que saltaban a la vista de aquellos motoristas. -más pendientes que su moto, no trancara el pistón- que de observar la belleza de la orografía de las islas. Sucumbió en mí, el misterio de grabar el hito de la aventura pendiente, Y para ello, había que crecer, ir a la escuela, y volver a crecer un poco más, para buscar un piadoso trabajo para comprar la moto de las quimeras. Tristes sueños de la pobreza. Aunque el valor elemental que escapaba a toda cuestión paralela del pensamiento adolescente, era primero la moto, luego el mundo. Y más tarde buscaré la chica de ayer.