Sesenta años cayeron para
encontrarme con Pepina, esa mujer con el nombre de Pepe, a la que mi santa
madre me dijo un día que su existencia se remontaba a un pasado lejano en mi
barrio de niñez, tan perdido en la noche de los tiempos que su nombre sobrevivió
a la soledad del nacimiento del cauce de un barranco y se enclavó allí para
siempre. Nadie la conoció, -en memorias vivas- solo la leyenda que era una
mujer que vivía sola en una cueva de la depresión, que sobrevivía viuda tal
vez, soltera quizás, única cierto, como una extraña en el retiro, como una
virtud en vías de extinción. La pepina. Ahora es un área de terreno que reparte
unos kilómetros y con un desnivel superior a 200 metros guarda su fábula
Jamás pude percibir en ese
tiempo el significado de Pepina, como femenino de pepe. No me entraba en las
entendederas ese derivado y buscaba a través de otras posibilidades; pepino, pepina.
Una lógica que se me negaba rotundamente y que tan solo el ilustre D. Benito me
trajo de vuelta la reflexión olvidada. En 1875 escribía Marianela una historia
de amor y ternura, de clases sociales y sentimientos encontrados y descifrados.
Una bella historia que tampoco había tenido tiempo de leer y que Julia me invitó
a conocer, por el parecido en el estilo que me gusta desarrollar. Tienes que
leerlo, te va a encantar. Seguro. Y tanto que sí Juli. Cuando comencé a leer a
la hija de Maria Canela –Marianela- ese personaje entrañable lazarillo de Pablo
Penáguilas –ciego- sentía la misma emoción, como cuando escribes inspirado o
desarrollas algún relato fluido de pensamiento. Devoraba páginas descifrando
aquel personaje entrañable que la vida le sacudió belleza en el pensamiento y
en el verbo hablado, aunque su físico no correspondía con su interior. Pero ella
enamorada de la razón de su existencia de servir a su amo y enseñarles las conmociones
del mundo a un ser, sin visión de nacimiento, acabo enamorada y con la promesa
de ser correspondida por él, en sueños de ceguera exterior.
El libro se acababa y no
podía pensar en un final de feliz, no. Porque era un cuento con intensidad
triste y desenlace incierto. Es uno de esas novelas reflexivas de la humanidad
y los detalles de la grandeza y degeneración del aliento humano, las contradicciones,
la bondad, la belleza exaltada e interpretada por los ojos del alma infundida a
fuego en el pensamiento de quien no ve, más que por los ojos de otro. Allí
descubrí a Mariuca y a Pepina fuertes para el pueblo minero. Descubrí a la Virgen
María de la belleza física, desde los ojos de la lindeza de Nela, una historia trepidante
de descubrimiento, vergüenza y honestidad. La historia de un pueblo minero,
donde los ricos eran pocos y contados y los pobres muchos e invisibles.
El desenlace final me trajo otra
realidad, la incomprensión y la ternura de quien desprovista del único servicio
que podía transmitir a la sociedad con hermosura, natural desaparece ante los
ojos de la eternidad ciega y egoísta. Cuenta en la historia que aquel cementerio
de Cantabria luce la tumba más enigmática y ostentosa del pueblo levantada con
el dolor de la revelación y en los corazones de los lectores la secuencia amable
de una bella historia inolvidable.
Que sorpresa D. Benito. reveladores
personajes, Celipín, Mariuca, y Pepina
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